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Los Hechos de los Apóstoles
“Entonces Ananías, oyendo estas palabras, cayó y espiró. Y vino
un gran temor sobre todos los que lo oyeron.”
“Reteniéndola, ¿no se te quedaba a ti?” preguntó Pedro. No se
había ejercido ninguna influencia indebida en Ananías para com-
pelerle a sacrificar sus posesiones para el bien general. El había
procedido por su propia elección. Pero al tratar de engañar a los
discípulos, había mentido al Altísimo.
“Y pasado espacio como de tres horas, sucedió que entró su
mujer, no sabiendo lo que había acontecido. Entonces Pedro le dijo:
Dime: ¿vendisteis en tanto la heredad? Y ella dijo: Sí, en tanto.
Y Pedro le dijo: ¿Por qué os concertasteis para tentar al Espíritu
del Señor? He aquí a la puerta los pies de los que han sepultado
a tu marido, y te sacarán. Y luego cayó a los pies de él, y espiró:
y entrados los mancebos, la hallaron muerta; y la sacaron, y la
sepultaron junto a su marido. Y vino un gran temor en toda la
iglesia, y en todos los que oyeron estas cosas.”
La sabiduría infinita vió que esta manifestación señalada de
la ira de Dios era necesaria para impedir que la joven iglesia se
desmoralizara. El número de sus miembros aumentaba rápidamente.
La iglesia se vería en peligro si, en el rápido aumento de conversos,
se añadían hombres y mujeres que, mientras profesaban servir a
Dios, adoraban a Mammón. Este castigo testificó que los hombres
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no pueden engañar a Dios, que él descubre el pecado oculto del
corazón, y que no puede ser burlado. Estaba destinado a ser para
la iglesia una advertencia que la indujese a evitar la falsedad y la
hipocresía, y a precaverse contra el robar a Dios.
Este ejemplo del aborrecimiento de Dios por la codicia, el fraude
y la hipocresía, no fué dado como señal de peligro solamente para
la iglesia primitiva, sino para todas las generaciones futuras. Era
codicia lo que Ananías y Safira habían acariciado primeramente. El
deseo de retener para sí mismos una parte de lo que habían prometido
al Señor, los llevó al fraude y la hipocresía.
Dios ha dispuesto que la proclamación del Evangelio dependa
de las labores y dádivas de su pueblo. Las ofrendas voluntarias y el
diezmo constituyen los ingresos de la obra del Señor. De los medios
confiados al hombre, Dios reclama cierta porción: la décima parte.
Los deja libres a todos de decir si han de dar o no más que esto.
Pero cuando el corazón se conmueve por la influencia del Espíritu