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Hijas De Dios
grama en que nos anunciaban la muerte del niño. Estoy agradecida
al Señor porque salvó la vida a Mabel, y ruego que ella pueda vivir
para ser una bendición a la causa de Dios.—
Carta 120, 1909
.
La Sra. A. H. Robinson era una vieja amiga de Elena G. de
White. Mientras estaba en Australia, la Sra. White recibió la noticia
acerca de la muerte del hijo de su amiga. Inmediatamente le escribió
una carta compartiendo sus propias experiencias con la muerte de
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dos de sus hijos
.
Mi querida Hna. Robinson: Acabo de recibir el correo desde
Estados Unidos, y mi secretaria me leyó las cartas. Muchas de ellas
tienen temas interesantes, pero quiero responder la suya primero.
Cuando usted relata su experiencia con la muerte de su hijo, y
cómo se postró en oración sometiendo su voluntad a la voluntad del
Padre celestial, mi corazón de madre fue conmovido. He pasado por
una experiencia similar a la suya.
Cuando mi hijo mayor tenía 16 años, fue aquejado por la en-
fermedad; su caso fue considerado crítico. El nos llamó al lado de
su lecho y nos dijo: “Papá y mamá: será difícil para vosotros veros
privados de vuestro hijo mayor. Si al Señor le parece conveniente
conservarme la vida, quedaré complacido por amor a vosotros. Si
debo morir ahora para mi propio bien y para la gloria de su nombre,
quiero deciros que estoy resignado a ello. Papá, ve por tu cuenta,
y mamá, ve por la tuya, y oren. Entonces recibiréis una respuesta
de acuerdo con la voluntad de mi Salvador a quien vosotros y yo
amamos”. El temía que si orábamos juntos, nuestros sentimientos
de simpatía se fortalecerían, y pediríamos lo que no sería lo mejor
para que el Señor lo concediera.
Hicimos como él nos había pedido, y nuestras oraciones fueron
similares a la que usted ofreció. No recibimos evidencia de que
nuestro hijo se recobraría. Murió con toda su confianza puesta en
Jesús nuestro Salvador. Su muerte constituyó un enorme golpe para
nosotros, pero fue una victoria aun en la muerte, porque su vida
estaba oculta con Cristo en Dios.
Antes de la muerte de mi hijo mayor, mi hijito de brazos enfermó
de muerte. Oramos, y pensamos que el Señor nos conservaría a nues-
tro consentido, pero cerramos sus ojos en la muerte, y lo llevamos
para que descansara en Jesús, hasta que el Dador de la vida venga a
fin de despertar a su preciosos y amados hijos para que reciban una