Página 130 - La Historia de la Redenci

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La Historia de la Redención
no llegaba hasta el cielo raso del edificio. La gloria de Dios, que
se manifestaba sobre el propiciatorio, podía ser vista desde ambos
compartimientos, pero en un grado mucho menor en el primero de
ellos.
Directamente delante del arca, pero separado por las cortina, es-
taba el altar de oro del incienso. El fuego que ardía en ese altar había
sido encendido por Dios mismo, y se lo cuidaba reverentemente ali-
mentándolo con tanto incienso, que llenaba el santuario con su humo
fragante de día y de noche. Su perfume se extendía por kilómetros a
la redonda en torno del tabernáculo. Cuando el sacerdote ofrecía el
incienso delante del Señor, miraba hacia el propiciatorio. Aunque
no lo veía, sabía que estaba allí, y cuando el incienso se elevaba
como una nube, la gloria del Señor descendía sobre el propiciatorio
y llenaba el lugar santísimo y era visible también en el lugar santo,
y esa gloria a menudo llenaba de tal modo ambos compartimientos,
que el sacerdote se veía impedido de oficiar y obligado a mantenerse
de pie junto a la puerta del tabernáculo.
El sacerdote que en el lugar santo dirigía sus plegarias por fe
hacia el propiciatorio, que no podía ver, representa al pueblo de
Dios que dirige sus plegarias a Cristo quien se encuentra frente al
propiciatorio del santuario celestial. No puede ver a su Mediador con
sus ojos naturales, pero mediante el ojo de la fe puede ver a Cristo
frente al propiciatorio, y le dirige sus oraciones, y con seguridad
suplica los beneficios de su obra mediadora.
Estos sagrados compartimientos no tenían ventanas que permi-
tieran entrar la luz. El candelabro hecho de puro oro se mantenía
encendido de noche y de día, y proporcionaba luz para ambos com-
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partimientos. La luz de las lámparas del candelabro se reflejaba en
las tablas recubiertas de oro que se hallaban a ambos lados del edifi-
cio, como asimismo sobre los muebles sagrados y sobre las cortinas
de hermosos colores con querubines bordados con hilos de oro y
plata, cuyo aspecto era tan glorioso que no se lo puede describir. No
hay lengua capaz de expresar la sagrada hermosura, el encanto y la
gloria que se veían en esos compartimientos. El oro del santuario
reflejaba los diferentes matices de las cortinas, que parecían ostentar
los colores del arco iris.
Sólo una vez al año el sumo sacerdote podía entrar en el lugar
santísimo después de preparativos sumamente solemnes y cuida-