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La Historia de la Redención
Enviado a Herodes
Cuando Pilato oyó que Herodes se encontraba en Jerusalén, sin-
tió gran alivio, porque esperaba librarse de toda responsabilidad en
el juicio y condenación de Jesús. Inmediatamente lo envió con sus
acusadores a Herodes. Este gobernante se había endurecido en el pe-
cado. El asesinato de Juan el Bautista había dejado en su conciencia
una mancha de la que no se podía librar. Cuando oyó hablar de Cris-
to y de las poderosas obras que estaba realizando, temió y tembló,
pues creía que se trataba de Juan el Bautista que había resucitado de
entre los muertos. Cuando el Maestro fue puesto en sus manos por
Pilato, Herodes consideró ese acto como un reconocimiento de su
poder, su autoridad y su juicio. Esto tuvo el efecto de amistar a dos
dirigentes que antes habían sido enemigos. Herodes se alegró de ver
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a Jesús, pues esperaba que realizara algún poderoso milagro para
complacerlo. Pero no era la obra del Señor satisfacer la curiosidad y
procurar su propia seguridad. Ejercería su poder divino y milagroso
para salvar a los demás, pero no en su propio beneficio.
Cristo nada respondió a las numerosas preguntas que le hizo
Herodes; tampoco replicó a sus enemigos que lo acusaban con
vehemencia. El rey se enfureció porque aparentemente Jesús no
temía su poder, y con sus soldados lo denigró, se burló de él y lo
maltrató. Pero se asombró del aspecto noble y divino de Jesús en
medio de ese vergonzoso maltrato, y como temía condenarlo lo envió
de vuelta a Pilato.
Satanás y sus ángeles estaban tentando a este último tratando de
conducirlo a su propia ruina. Le sugirieron que si no quería tomar
parte en la condenación de Jesús otros lo harían; que la multitud
estaba sedienta de su sangre; y que si no lo entregaba para ser
crucificado perdería su poder y sus honores mundanales, y se lo
denunciaría como creyente en el impostor. Por temor de perder su
poder y su autoridad, Pilato consintió en dar muerte a Cristo. Y
aunque puso la sangre del Señor sobre sus acusadores y la multitud
lo recibió con el clamor de: “Su sangre sea sobre nosotros, y sobre
nuestros hijos” (
Mateo 27:25
), Pilato no se libró; fue culpable de la
sangre del Maestro. Por sus intereses egoístas, por su amor al honor
de los grandes de la tierra, entregó a la muerte a un inocente. Si