Página 340 - La Historia de la Redenci

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Capítulo 62—La recompensa de los santos
Vi después un gran número de ángeles que traían de la ciudad
brillantes coronas, una para cada santo, con el nombre de cada uno
escrito en ellas. Cuando Cristo pidió las coronas, los ángeles se las
trajeron, y con su propia diestra el amable Jesús ciñó con ellas la
frente de los santos. De la misma manera los ángeles trajeron arpas,
y el Señor se las dio a los redimidos. Los ángeles directores dieron
primero el tono, y luego toda voz se elevó en agradecida y feliz
alabanza, y todas las manos pulsaron hábilmente las cuerdas de las
arpas y dejaron oír una música melodiosa que se desgranaba en ricos
y perfectos acordes.
Después vi que Jesús conducía a los redimidos a la puerta de la
ciudad. La asió y la hizo girar sobre sus resplandecientes goznes,
y ordenó que entraran las naciones que habían guardado la verdad.
Dentro de la ciudad había de todo lo que podía agradar a la vista. Por
todas partes podían ver gloria en abundancia. El Señor miró entonces
a sus santos redimidos cuyos semblantes irradiaban luz, y fijando en
ellos su mirada bondadosa les dijo con voz rica y musical: “Veo el
trabajo de mi alma, y estoy satisfecho. Vuestra es esta excelsa gloria
para que la disfrutéis eternamente. Terminaron vuestros pesares. No
habrá más muerte, ni llanto ni pesar, ni habrá más dolor”. Vi que la
hueste de los redimidos se postró y depositó sus brillantes coronas
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a los pies de Jesús; y cuando su bondadosa mano los puso de pie,
pulsaron sus áureas arpas y llenaron el cielo con su deleitosa música
y sus himnos al Cordero.
Vi luego que Jesús conducía a su pueblo al árbol de la vida, y
nuevamente oímos que su hermosa voz, más sonora que cualquier
música escuchada alguna vez por oídos mortales, decía entonces:
“Las hojas de este árbol son para la sanidad de las naciones. Comed
todos de él”. En el árbol de la vida había hermosísimos frutos, de los
cuales los santos podían servirse libremente. En la ciudad había un
trono sumamamente glorioso, del que manaba un río puro de agua
viva, clara como el cristal. A cada lado del río estaba el árbol de
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