Página 119 - El Ministerio de Curacion (1959)

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La obra en pro de los intemperantes
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inmortal corona, van dirigidas estas palabras inspiradas: “Esfuérzate,
y sé varón.”
A los que ceden a sus apetitos se les ha de inducir a ver y reco-
nocer que necesitan renovarse moralmente si quieren ser hombres.
Dios les manda despertarse y recuperar, por la fuerza de Cristo,
la dignidad humana dada por Dios y sacrificada a la pecaminosa
satisfacción de los apetitos.
Al sentir el terrible poder de la tentación y la fuerza arrebatadora
del deseo que le arrastra a la caída, más de uno grita desesperado:
“No puedo resistir al mal.” Decidle que puede y que debe resistir.
Bien puede haber sido vencido una y otra vez, pero no será siempre
así. Carece de fuerza moral, y le dominan los hábitos de una vida de
pecado. Sus promesas y resoluciones son como cuerdas de arena. El
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conocimiento de sus promesas quebrantadas y de sus votos malo-
grados le debilitan la confianza en su propia sinceridad, y le hacen
creer que Dios no puede aceptarle ni cooperar con él, pero no tiene
por qué desesperar.
Quienes confían en Cristo no han de ser esclavos de tendencias
y hábitos hereditarios o adquiridos. En vez de quedar sujetos a la
naturaleza inferior, han de dominar sus apetitos y pasiones. Dios
no deja que peleemos contra el mal con nuestras fuerzas limitadas.
Cualesquiera que sean las tendencias al mal, que hayamos heredado
o cultivado, podemos vencerlas mediante la fuerza que Dios está
pronto a darnos.
El poder de la voluntad
El tentado necesita comprender la verdadera fuerza de la vo-
luntad. Ella es el poder gobernante en la naturaleza del hombre, la
facultad de decidir y elegir. Todo depende de la acción correcta de
la voluntad. El desear lo bueno y lo puro es justo; pero si no hace-
mos más que desear, de nada sirve. Muchos se arruinarán mientras
esperan y desean vencer sus malas inclinaciones. No someten su
voluntad a Dios. No
escogen
servirle.
Dios nos ha dado la facultad de elección; a nosotros nos toca
ejercitarla. No podemos cambiar nuestros corazones ni dirigir nues-
tros pensamientos, impulsos y afectos. No podemos hacernos puros,
propios para el servicio de Dios. Pero sí podemos escoger el servir