Página 19 - El Ministerio de Curacion (1959)

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Nuestro ejemplo
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Asistía a las grandes fiestas de la nación, y a la multitud absorta
en las ceremonias externas hablaba de las cosas del cielo y ponía
la eternidad a su alcance. A todos les traía tesoros sacados del
depósito de la sabiduría. Les hablaba en lenguaje tan sencillo que
no podían dejar de entenderlo. Valiéndose de métodos peculiares,
lograba aliviar a los tristes y afligidos. Con gracia tierna y cortés,
atendía a las almas enfermas de pecado y les ofrecía salud y fuerza.
El Príncipe de los maestros procuraba llegar al pueblo por medio
de las cosas que le resultaban más familiares. Presentaba la verdad
de un modo que la dejaba para siempre entretejida con los más santos
recuerdos y simpatías de sus oyentes. Enseñaba de tal manera que les
hacía sentir cuán completamente se identificaba con los intereses y
la felicidad de ellos. Tan directa era su enseñanza, tan adecuadas sus
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ilustraciones, y sus palabras tan impregnadas de simpatía y alegría,
que sus oyentes se quedaban embelesados. La sencillez y el fervor
con que se dirigía a los necesitados santificaban cada una de sus
palabras.
¡Qué vida atareada era la suya! Día tras día se le podía ver en-
trando en las humildes viviendas de los menesterosos y afligidos
para dar esperanza al abatido y paz al angustiado. Henchido de mi-
sericordia, ternura y compasión, levantaba al agobiado y consolaba
al afligido. Por doquiera iba, llevaba la bendición.
Mientras atendía al pobre, Jesús buscaba el modo de interesar
también al rico. Buscaba el trato con el acaudalado y culto fariseo,
con el judío de noble estirpe y con el gobernante romano. Aceptaba
las invitaciones de unos y otros, asistía a sus banquetes, se familia-
rizaba con sus intereses y ocupaciones para abrirse camino a sus
corazones y darles a conocer las riquezas imperecederas.
Cristo vino al mundo para enseñar que si el hombre recibe poder
de lo alto, puede llevar una vida intachable. Con incansable paciencia
y con simpática prontitud para ayudar, hacía frente a las necesidades
de los hombres. Mediante el suave toque de su gracia desterraba de
las almas las luchas y dudas; cambiaba la enemistad en amor y la
incredulidad en confianza.
Decía a quien quería: “Sígueme,” y el que oía la invitación se
levantaba y le seguía. Roto quedaba el hechizo del mundo. A su voz
el espíritu de avaricia y ambición huía del corazón, y los hombres se
levantaban, libertados, para seguir al Salvador.