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El Ministerio de Curacion
El amor fraternal
Cristo no admitía distinción alguna de nacionalidad, jerarquía
social, ni credo. Los escribas y fariseos deseaban hacer de los dones
del cielo un beneficio local y nacional, y excluir de Dios al resto de la
familia humana. Pero Cristo vino para derribar toda valla divisoria.
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Vino para manifestar que su don de misericordia y amor es tan
ilimitado como el aire, la luz o las lluvias que refrigeran la tierra.
La vida de Cristo fundó una religión sin castas; en la que judíos
y gentiles, libres y esclavos, unidos por los lazos de fraternidad, son
iguales ante Dios. Nada hubo de artificioso en sus procedimientos.
Ninguna diferencia hacía entre vecinos y extraños, amigos y enemi-
gos. Lo que conmovía el corazón de Jesús era el alma sedienta del
agua de vida.
Nunca despreció a nadie por inútil, sino que procuraba aplicar a
toda alma su remedio curativo. Cualesquiera que fueran las personas
con quienes se encontrase, siempre sabía darles alguna lección ade-
cuada al tiempo y a las circunstancias. Cada descuido o insulto del
hombre para con el hombre le hacía sentir tanto más la necesidad
que la humanidad tenía de su simpatía divina y humana. Procuraba
infundir esperanza en los más rudos y en los que menos prometían,
presentándoles la seguridad de que podían llegar a ser sin tacha y
sencillos, poseedores de un carácter que los diera a conocer como
hijos de Dios.
Muchas veces se encontraba con los que habían caído bajo la
influencia de Satanás y no tenían fuerza para desasirse de sus lazos.
A cualquiera de ellos, desanimado, enfermo, tentado, caído, Jesús
le dirigía palabras de la más tierna compasión, las palabras que
necesitaba y que podía entender. A otros, que sostenían combate
a brazo partido con el enemigo de las almas, los animaba a que
perseveraran, asegurándoles que vencerían, pues los ángeles de Dios
estaban de su parte y les darían la victoria.
A la mesa de los publicanos se sentaba como distinguido hués-
ped, demostrando por su simpatía y la bondad de su trato social
que reconocía la dignidad humana; y anhelaban hacerse dignos de
su confianza los hombres en cuyos sedientos corazones caían sus
palabras con poder bendito y vivificador. Despertábanse nuevos im-
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