Página 217 - El Ministerio de Curacion (1959)

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La carne considerada como alimento
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nados en vagones sucios, calenturientos y exhaustos, muchas veces
faltos de alimento y de agua durante horas enteras, los pobres ani-
males van arrastrados a la muerte para que con sus cadáveres se
deleiten seres humanos.
En muchos puntos los peces se contaminan con las inmundicias
de que se alimentan y llegan a ser causa de enfermedades. Tal es
en especial el caso de los peces que tienen acceso a las aguas de
albañal de las grandes ciudades. Los peces que se alimentan de lo
que arrojan las alcantarillas pueden trasladarse a aguas distantes, y
ser pescados donde el agua es pura y fresca. Al servir de alimento
llevan la enfermedad y la muerte a quienes ni siquiera sospechan el
peligro.
Los efectos de una alimentación con carne no se advierten tal vez
inmediatamente; pero esto no prueba que esa alimentación carezca
de peligro. Pocos se dejan convencer de que la carne que han comido
es lo que envenenó su sangre y causó sus dolencias. Muchos mueren
de enfermedades debidas únicamente al uso de la carne, sin que
nadie sospeche la verdadera causa de su muerte.
Los males morales derivados del consumo de la carne no son
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menos patentes que los males físicos. La carne daña la salud; y todo
lo que afecta al cuerpo ejerce también sobre la mente y el alma un
efecto correspondiente. Pensemos en la crueldad hacia los animales
que entraña la alimentación con carne, y en su efecto en quienes
los matan y en los que son testigos del trato que reciben. ¡Cuánto
contribuye a destruir la ternura con que deberíamos considerar a
estos seres creados por Dios!
La inteligencia desplegada por muchos animales se aproxima
tanto a la de los humanos que es un misterio. Los animales ven y
oyen, aman, temen y padecen. Emplean sus órganos con harta más
fidelidad que muchos hombres. Manifiestan simpatía y ternura para
con sus compañeros que padecen. Muchos animales demuestran te-
ner por quienes los cuidan un cariño muy superior al que manifiestan
no pocos humanos. Experimentan un apego tal para el hombre, que
no desaparece sin gran dolor para ellos.
¿Qué hombre de corazón puede, después de haber cuidado ani-
males domésticos, mirar en sus ojos llenos de confianza y afecto,
luego entregarlos con gusto a la cuchilla del carnicero? ¿Cómo podrá
devorar su carne como si fuese exquisito bocado?