Página 243 - El Ministerio de Curacion (1959)

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El ministerio del hogar
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otros males que carcomen como cáncer el cuerpo social, si se diera
más atención a la tarea de enseñar a los padres cómo formar los
hábitos y el carácter de sus hijos, resultaría cien veces mayor el bien
obtenido. El hábito, que es una fuerza tan terrible para el mal, puede
ser convertido por los padres en una fuerza para el bien. Tienen que
vigilar el río desde sus fuentes, y a ellos les incumbe darle buen
curso.
A los padres les es posible echar para sus hijos los cimientos
de una vida sana y feliz. Pueden darles en el hogar la fuerza moral
necesaria para resistir a la tentación, así como valor y fuerza para
resolver con éxito los problemas de la vida. Pueden inspirarles el
propósito, y desarrollar en ellos la facultad de hacer de sus vidas una
honra para Dios y una bendición para el mundo. Pueden enderezar
los senderos para que caminen en días de sol como en días de sombra
hacia las gloriosas alturas celestiales.
La misión del hogar se extiende más allá del círculo de sus
miembros. El hogar cristiano ha de ser una lección objetiva, que
ponga de relieve la excelencia de los verdaderos principios de la
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vida. Semejante ejemplo será una fuerza para el bien en el mundo.
Mucho más poderosa que cualquier sermón que se pueda predicar
es la influencia de un hogar verdadero en el corazón y la vida de los
hombres. Al salir de semejante hogar paterno los jóvenes enseñarán
las lecciones que en él hayan aprendido. De este modo penetrarán
en otros hogares principios más nobles de vida, y una influencia
regeneradora obrará en la sociedad.
Hay otros muchos para quienes podemos hacer de nuestro hogar
una bendición. Nuestras relaciones sociales no deberían ser dirigidas
por los dictados de las costumbres del mundo, sino por el Espíritu
de Cristo y por la enseñanza de su Palabra. En todas sus fiestas los
israelitas admitían al pobre, al extranjero y al levita, el cual era a la
vez asistente del sacerdote en el santuario y maestro de religión y
misionero. A todos se les consideraba como huéspedes del pueblo,
para compartir la hospitalidad en todas las festividades sociales
y religiosas y ser atendidos con cariño en casos de enfermedad
o penuria. A personas como ésas debemos dar buena acogida en
nuestras casas. ¡Cuánto podría hacer semejante acogida para alegrar
y alentar al enfermero misionero o al maestro, a la madre cargada
de cuidados y de duro trabajo, o a las personas débiles y ancianas