La madre
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y la felicidad que sepa comunicarle allegará gozo y paz a su propio
corazón.
El esposo y padre malhumorado, egoísta y autoritario no sólo se
hace infeliz, sino que aflige a todos los de la casa. Cosechará lo que
sembró, viendo a su mujer desanimada y enfermiza, y a sus hijos
contaminados con su propio genio displicente.
Si la madre se ve privada del cuidado y de las comodidades que
merece, si se le permite que agote sus fuerzas con el recargo de
trabajo o con las congojas y tristezas, sus hijos se verán a su vez
privados de la fuerza vital, de la flexibilidad mental y del espíritu
siempre alegre que hubieran debido heredar. Mucho mejor será
alegrar animosamente la vida de la madre, evitarle la penuria, el
trabajo cansador y los cuidados deprimentes, a fin de conseguir que
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los hijos hereden una buena constitución, que les permita pelear las
batallas de la vida con sus propias fuerzas.
Grandes son el honor y la responsabilidad de padres y madres por
estar como en vez de Dios ante sus hijos. Su carácter, su conducta y
sus métodos de educación deben interpretar las palabras divinas a
sus pequeñuelos. La influencia de los padres ganará o ahuyentará la
confianza de los hijos en las promesas del Señor.
Privilegio de los padres: educar a sus hijos
Dichosos los padres cuya vida es un reflejo fiel de la vida divina,
de modo que las promesas y los mandamientos de Dios despierten
en los hijos gratitud y reverencia; dichosos los padres cuya ternura,
justicia y longanimidad interpreten fielmente para el niño el amor, la
justicia y la paciencia de Dios; dichosos los padres que al enseñar a
sus hijos a amarlos, a confiar en ellos y a obedecerles, les enseñen a
amar a su Padre celestial, a confiar en él y a obedecerle. Los padres
que hacen a sus hijos semejante dádiva los enriquecen con un tesoro
más precioso que los tesoros de todas las edades, un tesoro tan
duradero como la eternidad.
En los hijos confiados a su cuidado, toda madre tiene un santo
ministerio recibido de Dios. El le dice: “Toma a este hijo, a esta hija;
edúcamelo; fórmale un carácter pulido, labrado para el edificio del
templo, para que pueda resplandecer eternamente en las mansiones
del Señor.”