Página 54 - El Ministerio de Curacion (1959)

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El Ministerio de Curacion
Había visto agitarse el agua, pero nunca había podido pasar de la
orilla del estanque. Otros más fuertes que él se sumergían antes. No
podía contender con éxito con la muchedumbre egoísta y arrolladora.
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Sus esfuerzos perseverantes hacia su único objeto, y su ansiedad y
continua desilusión, estaban agotando rápidamente el resto de sus
fuerzas.
El enfermo estaba acostado en su estera y levantaba ocasional-
mente la cabeza para mirar el estanque, cuando un rostro tierno y
compasivo se inclinó sobre él, y atrajeron su atención las palabras:
“¿Quieres ser salvo?” La esperanza renació en su corazón. Compren-
dió que de algún modo iba a recibir ayuda. Pero el calor del estímulo
no tardó en desvanecerse. Recordó cuántas veces había tratado de
llegar al estanque; y ahora tenía pocas perspectivas de vivir hasta
que fuese nuevamente agitado. Volvió la cabeza, y cansado dijo:
“Señor, ... no tengo hombre que me meta en el estanque cuando el
agua fuere revuelta; porque entre tanto que yo vengo, otro antes de
mí ha descendido.”
Jesús le dice: “Levántate, toma tu lecho y anda.”
Vers. 6-8
. Con
nueva esperanza el enfermo mira a Jesús. La expresión de su rostro,
el acento de su voz, no son como los de otro cualquiera. Su misma
presencia parece respirar amor y poder. La fe del paralítico se aferra
a la palabra de Cristo. Sin otra pregunta, se dispone a obedecer, y
todo su cuerpo le responde.
En cada nervio y músculo pulsa una nueva vida, y se transmite
a sus miembros inválidos una actividad sana. De un salto se pone
de pie, y emprende la marcha con paso firme y resuelto, alabando a
Dios y regocijándose en sus fuerzas renovadas.
Jesús no había dado al paralítico seguridad alguna de ayuda
divina. Bien pudiera haber dicho el hombre: “Señor, si quieres sa-
narme, obedeceré tu palabra.” Podría haberse detenido a dudar, y
haber perdido su única oportunidad de sanar. Pero no; él creyó en
la palabra de Cristo; creyó que había sido sanado; inmediatamente
hizo el esfuerzo, y Dios le concedió la fuerza; quiso andar, y anduvo.
Al obrar de acuerdo con la palabra de Cristo, quedó sano.
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El pecado nos ha separado de la vida de Dios. Nuestras almas
están paralizadas. Somos tan incapaces de llevar una vida santa
como lo era el paralítico para andar. Muchos se dan cuenta de su
desamparo; desean con ansia aquella vida espiritual que los pondrá