Página 57 - El Ministerio de Curacion (1959)

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La curación del alma
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No había puesto de lado la ley dada por Moisés, ni había usur-
pado la autoridad de Roma. Los acusadores habían sido derrotados.
Rasgado su manto de falsa santidad, estaban, culpables y condena-
dos, en presencia de la pureza infinita. Temblaban de miedo de que
la iniquidad oculta de sus vidas fuese revelada a la muchedumbre;
y uno tras otro, con la cabeza agachada y los ojos mirando al sue-
lo, se fueron furtivamente, dejando a su víctima con el compasivo
Salvador.
Irguióse Jesús, y mirando a la mujer, le dijo: “Mujer, ¿dónde
están los que te acusaban? ¿Ninguno te ha condenado? Y ella res-
pondió: Señor, ninguno. Entonces Jesús le dijo: Ni yo te condeno:
vete, y no peques más.”
Vers. 10, 11
.
La mujer había estado temblando de miedo delante de Jesús.
Sus palabras: “El que de vosotros esté sin pecado, arroje contra ella
la piedra el primero,” habían sido para ella como una sentencia de
muerte. No se atrevía a alzar los ojos al rostro del Salvador, sino
que esperaba silenciosamente su condena. Con asombro vió a sus
acusadores apartarse mudos y confundidos; luego cayeron en sus
oídos estas palabras de esperanza: “Ni yo te condeno: vete, y no
peques más.” Su corazón se enterneció, y se arrojó a los pies de
Jesús, expresando con sollozos su amor agradecido y confesando
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sus pecados con amargas lágrimas.
Esto fué para ella el principio de una nueva vida, una vida de
pureza y paz, consagrada a Dios. Al levantar a esta alma caída,
Jesús hizo un milagro mayor que al sanar la más grave enfermedad
física. Curó la enfermedad espiritual que es para muerte eterna. Esa
mujer penitente llegó a ser uno de sus discípulos más fervientes. Con
devoción y amor abnegados, retribuyó su misericordia perdonadora.
El mundo tenía para esta mujer extraviada solamente desprecio y
escarnio; pero el que era sin pecado se compadeció de su debilidad
y le tendió su mano auxiliadora. Mientras que los hipócritas fariseos
la condenaban, Jesús le dijo: “Vete, y no peques más.”
Jesús conoce las circunstancias particulares de cada alma. Cuan-
to más grave es la culpa del pecador, tanto más necesita del Salvador.
Su corazón rebosante de simpatía y amor divinos se siente atraído
ante todo hacia el que está más desesperadamente enredado en los la-
zos del enemigo. Con su propia sangre firmó Cristo los documentos
de emancipación de la humanidad.