Un consolador semejante a Jesús, 6 de julio
Pero yo os digo la verdad: Os conviene que yo me vaya; porque si no
me fuere, el Consolador no vendría a vosotros; mas si me fuere, os lo
enviaré.
Juan 16:7
.
El Consolador que Cristo prometió enviar después de su ascensión
al cielo, es el Espíritu en toda la plenitud de la Divinidad, que pone de
manifiesto el poder de la gracia divina a todos los que reciben a Cristo y
creen en él como Salvador personal.—
El Evangelismo, 140
.
El Espíritu Santo mora con el obrero consagrado de Dios dondequiera
que esté. Las palabras habladas a los discípulos son también para noso-
tros. El Consolador es tanto nuestro como de ellos.—
Los Hechos de los
Apóstoles, 42
.
No hay consolador como Cristo, tan tierno y tan leal. Está conmovido
por los sentimientos de nuestras debilidades. Su Espíritu habla al corazón.
Las circunstancias pueden separarnos de nuestros amigos; el amplio e
inquieto océano puede agitarse entre nosotros y ellos. Aunque exista su
sincera amistad, quizá no puedan demostrarla haciendo para nosotros lo que
recibiríamos con gratitud. Pero ninguna circunstancia ni distancia puede
separarnos del Consolador celestial. Doquiera estemos, doquiera vayamos,
siempre está allí. Alguien que está en el lugar de Cristo para actuar por él.
Siempre está a nuestra diestra para dirigirnos palabras suaves y amables;
para asistirnos, animarnos, apoyarnos y consolarnos. La influencia del
Espíritu Santo es la vida de Cristo en el alma. Ese Espíritu obra en, y por
medio de todo aquel que recibe a Cristo. Aquellos en quienes habita este
Espíritu revelan sus frutos: amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad,
fe.—
A Fin de Conocerle, 173
.
El Espíritu Santo siempre mora con los que buscan la perfección del
carácter cristiano. El Espíritu Santo proporciona la pureza de motivos que
sostiene al alma creyente, que lucha en toda emergencia y frente a toda
tentación. El Espíritu Santo sostiene al creyente en medio del odio del
mundo, la hostilidad de los parientes, el desengaño, el descubrimiento de la
imperfección, y las equivocaciones de la vida. La victoria es segura para los
que miran al Autor y Consumador de nuestra fe, puesto que dependen de la
incomparable pureza y perfección de Cristo.—
The Review and Herald, 30
de noviembre de 1897
.
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