Para que nos superemos, 20 de septiembre
El justo sirve de guía a su prójimo; mas el camino de los impíos les
hace errar.
Proverbios 12:26
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El Señor espera que sus siervos superen a los demás en vida y carácter.
Ha puesto toda clase de facilidades a disposición de los que le sirven. El
cristiano es observado por todo el universo como quien lucha por el dominio
corriendo la carrera que le es propuesta para obtener el premio, a saber,
una corona inmortal; pero si el que pretende seguir a Cristo no pone de
manifiesto que sus motivos están por sobre los del mundo en esta gran
competencia en la cual se puede ganar todo y también se puede perder todo,
nunca será vencedor. Empleará toda facultad que se le haya confiado para
vencer al mundo, la carne y el diablo por medio del poder del Espíritu Santo,
en virtud de la abundante gracia provista para que no falle ni se desanime,
sino que sea completo en Cristo, acepto en el Amado.
Los que quieran ser victoriosos deberán tomar en cuenta el costo de la
salvación. Las fuertes pasiones humanas deben ser subyugadas; la voluntad
independiente debe ser sometida al cautiverio de Cristo. El cristiano debe
comprender que no se pertenece a sí mismo. Tendrá que resistir tentaciones
y librar batallas contra sus propias inclinaciones, porque el Señor no aceptará
un servicio a medias. La hipocresía es abominación para él. El seguidor de
Cristo debe andar por fe, como viendo al Invisible. Cristo será su tesoro
más querido, su todo.
Esta experiencia es esencial para los que profesan el nombre de Cristo,
porque su influjo impregna la conducta y santifica la influencia de la vida
cristiana en su efecto sobre los demás. Las relaciones comerciales y las
vinculaciones del cristiano con los hombres del mundo serán santificadas
por la gracia de Cristo; y donde quiera que estén se producirá una atmósfera
moral que tendrá poder para bien porque exhalará el Espíritu del Maestro.
El que tiene la mente de Cristo sabe que para seguir una conducta segura
debe mantenerse cerca de Jesús, siguiendo la luz de la vida.—
The Review
and Herald, 16 de junio de 1896
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