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Capítulo 140—La influencia
La Vida de Cristo era de una influencia siempre creciente, sin lí-
mites; una influencia que lo ligaba a Dios y a toda la familia humana.
Por medio de Cristo, Dios ha investido al hombre de una influen-
cia que le hace imposible vivir para sí. Estamos individualmente
vinculados con nuestros semejantes, somos una parte del gran todo
de Dios y nos hallamos bajo obligaciones mutuas. Ningún hombre
puede ser independiente de sus prójimos, pues el bienestar de cada
uno afecta a los demás. Es el propósito de Dios que cada uno se
sienta necesario para el bienestar de los otros y trate de promover su
felicidad.
Cada alma está rodeada de una atmósfera propia, una atmósfera
que puede estar cargada del poder vivificador de la fe, el valor y
la esperanza, y endulzada por la fragancia del amor. O puede ser
pesada y fría con la bruma del descontento y el egoísmo, o estar
envenenada con la contaminación fatal de un pecado acariciado. La
atmósfera que nos rodea afecta consciente o inconscientemente a
toda persona con la cual nos relacionamos.
Nuestra responsabilidad
Es ésta una responsabilidad de la que no nos podemos librar.
Nuestras palabras, nuestros actos, nuestro vestido, nuestra conducta,
hasta la expresión de nuestro rostro, tienen influencia. De la im-
presión así hecha dependen resultados para bien o para mal, que
ningún hombre puede medir. Cada impulso impartido de ese modo
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es una semilla sembrada que producirá su cosecha. Es un eslabón
de la larga cadena de los acontecimientos humanos, que se extiende
hasta no sabemos dónde. Si por nuestro ejemplo ayudamos a otros a
desarrollar buenos principios, les damos poder para hacer el bien.
Ellos a su vez ejercen la misma influencia sobre otros, y éstos sobre
otros más. De este modo, miles pueden ser bendecidos por nuestra
influencia inconsciente.
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