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El Ministerio Pastoral
su propio corazón, y por lo tanto no se hace ningún llamado directo
a esas almas que están temblando en la balanza. Como resultado, las
impresiones no se profundizan en el corazón de los convencidos; y
salen de la reunión sintiéndose menos inclinados a aceptar el servi-
cio de Cristo que cuando vinieron. Deciden esperar otra oportunidad
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más favorable; pero ésta nunca llega. A ese discurso sin Dios, como
la ofrenda de Caín, le hizo falta el Salvador. La oportunidad dorada
se pierde, y los casos de estas almas son decididos. ¿No es acaso
mucho lo que está en juego al predicar de una manera indiferente
y sin sentir la carga por las almas?—
Testimonies for the Church
4:446
.
Invite a la gente a venir al frente
—El Señor bendijo en espe-
cial la predicación del domingo en la tarde. Todos escucharon con
profundo interés, y en el cierre del discurso fue hecha una invitación
para que todos aquellos que desearan ser cristianos, y todos los que
sintieran que no tenían una conexión viva con Dios, pasaran al frente,
y unimos nuestras oraciones con las de ellos por el perdón de los
pecados, y en pedir gracia para resistir la tentación. Esta fue una
nueva experiencia para muchos de nuestros hermanos en Europa,
mas ellos no vacilaron. Parecía que la congregación entera estaba
de pie, y lo mejor que pudieron hacer fue sentarse, y buscar todos
juntos al Señor. Aquí estaba toda una congregación manifestando
su determinación de abandonar el pecado, y de comprometerse fer-
vientemente a la obra de buscar a Dios. En toda compañía hay dos
clases de personas: las que están satisfechas consigo mismas y las
que se aborrecen. Para las de la primera clase el Evangelio no tiene
atractivo, excepto si ellos pueden interpretar porciones separadas
para halagar su vanidad. Les encantan esos rasgos peculiares de alta
moralidad que creen poseer. Pero muchos de aquellos que ven a
Jesús en la perfección de su carácter ven sus propias imperfeccio-
nes con tal claridad que casi se desaniman. Tal fue el caso aquí;
pero el Señor estuvo presente para instruir y reprobar, para consolar
y bendecir como lo requerían varios casos. Oraciones fervientes
fueron entonces ofrecidas, no por un sentimiento de felicidad pa-
sajera, sino por un verdadero sentido de nuestra pecaminosidad, y
de nuestra desesperanza sin su sacrificio expiatorio. Nunca pareció
Jesús ser más precioso que en esta ocasión. Hubo llanto por toda la
congregación. La promesa fue comprendida, “El que a mí viene, no