Página 322 - Maranata

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Una corona para cada hijo de Dios, 29 de octubre
Bienaventurado el varón que soporta la tentación; porque cuando haya resistido la prueba, recibirá la corona de vida, que
Dios ha prometido a los que le aman.
Santiago 1:12
.
Vi después un gran número de ángeles que traían de la ciudad brillantes coronas, una para cada santo, con el nombre de cada uno
escrito en ellas. Cuando Cristo pidió las coronas, los ángeles se las trajeron, y con su propia diestra el amable Jesús ciñó con ellas la
frente de los santos. De la misma manera los ángeles trajeron arpas, y el Señor se las dio a los redimidos. Los ángeles directores
dieron primero el tono, y luego toda voz se elevó en agradecida y feliz alabanza, y todas las manos pulsaron hábilmente las cuerdas
de las arpas y dejaron oír una música melodiosa que se desgranaba en ricos y perfectos acordes...
Dentro de la ciudad había de todo lo que podía agradar a la vista. Por todas partes podían ver gloria en abundancia. El Señor miró
entonces a sus santos redimidos cuyos semblantes irradiaban luz, y fijando en ellos su mirada bondadosa les dijo con voz rica y
musical: “Veo el trabajo de mi alma, y estoy satisfecho. Vuestra es esta excelsa gloria para que la disfrutéis eternamente. Terminaron
vuestros pesares. No habrá más muerte, ni llanto ni pesar, ni habrá más dolor”...
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Vi luego que Jesús conducía a su pueblo al árbol de la vida... En el árbol de la vida había hermosísimos frutos, de los cuales
los santos podían servirse libremente. En la ciudad había un trono sumamente glorioso, del que manaba un río puro de agua viva,
clara como el cristal. A cada lado del río estaba el árbol de la vida, y en las márgenes había otros hermosos árboles que daban frutos
buenos para comer.
Las palabras son demasiado pobres para intentar una descripción del cielo. Cuando la escena aparece delante de mí, me abruma
el asombro. Arrobada por ese resplandor insuperable y esa excelsa gloria, dejo caer la pluma y exclamo: “¡Oh, qué amor, qué
maravilloso amor!” Las palabras más sublimes no alcanzan a describir la gloria del cielo ni las incomparables profundidades del
amor del Salvador.—
La Historia de la Redención, 433, 434
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