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Capítulo 17—Providencias alentadoras
Nuevamente el bien de las almas requirió de mi parte abnegación
personal. Hubimos de sacrificar la compañía de nuestro pequeñuelo
Enrique, y continuar la obra mediante una entrega incondicional. Mi
salud estaba quebrantada, y el llevarme al niño hubiera exigido gran
parte de mi tiempo para cuidarlo. Esto era una prueba muy dura,
pero no me atrevía a permitir que mi hijo fuera una dificultad en el
camino del deber. Yo creía que el Señor nos lo había conservado
cuando estuvo muy enfermo, y que, si yo consentía en que el niño
me impidiese cumplir con mi deber, Dios me lo quitaría. Sola ante
el Señor, con el corazón contristado y deshecha en lágrimas, hice el
sacrificio, y entregué al cuidado ajeno a mi único hijo.
Dejamos a Enrique con la familia del Hno. Howland, en quien
teníamos absoluta confianza. Gustosos aceptaron la carga a fin de
que nosotros quedáramos en la mayor libertad posible para trabajar
por la causa de Dios. Comprendíamos que la familia Howland podría
cuidar de Enrique mucho mejor que si nosotros nos lo llevásemos
en nuestros viajes. Sabíamos que le sería beneficioso permanecer
en un hogar estable y sujeto a firme disciplina, para que no sufriese
menoscabo su apacible temperamento.
Me fue penoso separarme de mi hijo. Día y noche se me represen-
taba la tristeza de su carita cuando lo dejé; pero con la fortaleza del
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Señor logré apartar aquel recuerdo de mi mente y procuré beneficiar
al prójimo.
Durante cinco años estuvo Enrique al entero cuidado de la fa-
milia del Hno. Howland. Cuidaron de él sin recompensa alguna,
proveyéndole también de ropas, excepto las que yo le regalaba una
vez al año, como Ana hizo con Samuel.
Curación de Gilberto Collins
Una mañana de febrero de 1849, mientras la familia del Hno.
Howland estaba en oración, se me mostró que debíamos ir a Dar-
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