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Notas biográficas de Elena G. de White
la perplejidad y la angustia. Con medrosos susurros inquiríamos:
“¿A qué está adherida la cuerda?” Mi esposo estaba precisamente
delante de mí. Grandes gotas de sudor caían de su frente; tenía las
venas del cuello y de las sienes engrosadas hasta el doble de su ta-
maño habitual, y gemidos contenidos y agonizantes se escapaban de
sus labios. El sudor me chorreaba por la cara y sentí tanta angustia
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como nunca antes. Estábamos frente a una terrible lucha. Si aquí
fracasábamos, todas las dificultades de nuestro viaje habrían sido en
vano.
Delante de nosotros, del otro lado del precipicio, se extendía un
campo hermoso de pasto verde, de unos 15 cm. de alto. No podía
ver el sol, pero rayos de luz brillantes y suaves, que se parecían al
oro y la plata finos, descansaban sobre ese campo. Nada que hubiera
visto sobre la tierra podía compararse en belleza y gloria con este
campo. ¿Pero tendríamos éxito en llegar hasta él? Esta era la ansiosa
pregunta. Si la cuerda se rompía, estábamos perdidos.
De nuevo, en susurros de angustia, fueron pronunciadas las pa-
labras: “¿Qué sostiene las cuerdas?” Por un momento dudábamos
aventurarnos. Entonces exclamamos: “Nuestra única esperanza es
confiar totalmente en la cuerda. De ella hemos dependido en todo
este difícil camino. No nos fallará ahora”. Todavía estábamos dudan-
do con angustia. En este momento escuchamos las palabras: “Dios
sostiene la cuerda. No debemos temer”. Las palabras eran repetidas
por aquellos que estaban detrás de nosotros, y junto con ellas: “El
no nos faltará ahora. Hasta aquí nos ha conducido con seguridad”.
Mi esposo entonces se arrojó por encima del terrible abismo
hasta el campo hermoso que se veía más allá. Inmediatamente yo lo
seguí. ¡Oh, qué sentimiento de alivio y gratitud a Dios experimenta-
mos! Oí voces elevadas en triunfante alabanza a Dios. ¡Yo estaba
feliz, perfectamente feliz!
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