Visita a Oregon
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Al observar las ondas espumosas y gimientes recordé la escena
de la vida de Cristo cuando los discípulos, en obediencia al mandato
de su Maestro, fueron al extremo más lejano del mar.
Cuando casi todos se habían retirado a sus camarotes, yo con-
tinuaba sobre la cubierta. El capitán me había provisto de una silla
de cubierta, y de frazadas para protección contra el aire helado. Yo
sabía que si iba a la cabina me marearía. Llegó la noche, la oscuridad
cubrió el mar, y las olas furibundas hacían inclinar la embarcación
en forma terrible. Este gran buque era una mera astilla sobre las
inclementes aguas; pero estaba guardado y protegido en su camino
por los ángeles celestiales, comisionados por Dios para cumplir sus
mandatos. Si no hubiera sido por esto, habríamos sido tragados en
un momento, de manera que no hubiera quedado ni rastro de ese
espléndido barco. Pero el Dios que alimenta a los cuervos, que sabe
el número de los cabellos de nuestra cabeza, no nos olvida.
La última noche que estuvimos en el barco sentí la mayor gratitud
a mi Padre celestial. Aprendí una lección que nunca olvidaré. Dios
había hablado a mi corazón en la tormenta y en las olas, y en la calma
que siguió después. ¿Y no lo adoraremos? ¿Opondrá el hombre
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su voluntad a la voluntad de Dios? ¿Seremos desobedientes a los
mandamientos de un Gobernante tan poderoso? ¿Contenderemos
con el Altísimo, que es la fuente de todo poder, y de cuyo corazón
fluye amor y bendición infinitos hacia las criaturas, objeto de su
cuidado?
Reuniones de un interés especial
Mi visita a Oregon fue de un interés especial. Aquí me encontré,
después de una separación de cuatro años, con mis queridos amigos
el Hno. y la Hna. Van Horn, a quien reconocemos como nuestros hi-
jos. En cierta forma yo estaba sorprendida y muy alegre de encontrar
la causa de Dios en una condición tan próspera en Oregon.
El martes 18 de junio, por la noche, me reuní con un buen número
de observadores del sábado de ese Estado. Di mi testimonio por
Jesús, y expresé mi gratitud por el dulce privilegio que él nos concede
de confiar en su amor, y de reclamar su poder para que se una
con nuestros esfuerzos para salvar a los pecadores de su condición
perdida. Si queremos ver prosperar la obra de Dios, debemos tener a