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Notas biográficas de Elena G. de White
cinco de la tarde del sábado 6 de agosto de 1881, en forma reposada,
exhaló el último suspiro, sin lucha ni gemido alguno.
El choque de la muerte de mi esposo—tan repentino, tan
inesperado—cayó encima de mí como un peso aplastador. En mi
condición débil había reunido todas mis fuerzas para permanecer
junto a su cama hasta el final; pero cuando vi sus ojos cerrados en la
muerte, la naturaleza exhausta cedió y quedé completamente postra-
da. Por algún tiempo estuve oscilando entre la vida y la muerte. La
llama vital ardía en forma tan baja que un soplo podía extinguirla.
De noche mi pulso se debilitaba, y respiraba en forma más y más
débil hasta que mi respiración parecía cesar. Sólo por la bendición
de Dios y los cuidados ininterrumpidos del médico y sus ayudantes
mi vida fue preservada.
Aunque no me había levantado de mi lecho de enferma después
de la muerte de mi esposo, fui llevada al Tabernáculo el sábado
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siguiente para asistir a su funeral. Al final del sermón sentí mi
deber de testificar del valor de la esperanza cristiana en la hora de
dolor y aflicción. Al levantarme, me fueron dadas fuerzas, y hablé
unos diez minutos, exaltando la misericordia y el amor de Dios ante
aquella nutrida asamblea. Al final del servicio seguí a mi esposo
al cementerio de Oak Hill, donde fue puesto a descansar hasta la
mañana de la resurrección.
Mi fuerza física había sido postrada por el golpe, y sin embargo
el poder de la gracia divina me sostuvo en mi gran aflicción. Cuando
vi a mi esposo exhalar el último suspiro, sentí que Jesús era más pre-
cioso para mí que en ningún momento anterior de mi vida. Cuando
estaba de pie junto a mi primogénito, y le cerré los ojos, pude decir:
“El Señor dio, el Señor quitó; sea el nombre de Jehová bendito”. Y
sentí entonces que tenía un consolador en Jesús. Y cuando mi último
hijo fue arrebatado de mis brazos, y no podía ver más su cabecita
sobre la almohada a mi lado, pude decir: “El Señor dio, el Señor
quitó; sea el nombre de Jehová bendito”. Y cuando aquel sobre el
cual se habían apoyado mis grandes afectos, aquel con quien había
trabajado por 35 años, me fue arrebatado, pude poner mis manos
sobre sus ojos y decir: “Te encomiendo mi tesoro, oh Señor, hasta la
mañana de la resurrección”.
Cuando lo vi morirse, y vi a muchos amigos simpatizando conmi-
go, pensé: ¡Qué contraste con la muerte de Jesús cuando él colgaba