Mi conversión
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ansiaba profundamente la esperanza de los hijos de Dios y la paz
que proviene de creer.
Me alentó mucho un sermón sobre el texto: “Entraré a ver al rey,
... y si perezco, que perezca”.
Ester 4:16
. En sus consideraciones, el
predicador se refirió a los que, pese a su gran deseo de ser salvos de
sus pecados y recibir el indulgente amor de Cristo, con todo vacila-
ban entre la esperanza y el temor, y se mantenían en la esclavitud
de la duda por timidez y recelo del fracaso. Aconsejó a los tales que
se entregasen a Dios y confiasen sin tardanza en su misericordia,
como Asuero había ofrecido a Ester la señal de su gracia. Lo único
que se exigía del pecador, tembloroso en presencia de su Señor, era
que extendiese la mano de la fe y tocara el cetro de su gracia para
asegurarse el perdón y la paz.
Añadió el predicador que quienes aguardaban a hacerse más
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merecedores del favor divino antes de atreverse a apropiarse de las
promesas de Dios se equivocaban gravemente, pues sólo Jesús podía
limpiarnos del pecado y perdonar nuestras transgresiones, siendo que
él se comprometió a escuchar la súplica y a acceder a las oraciones
de quienes con fe se acerquen a él. Algunos tienen la vaga idea de
que deben hacer extraordinarios esfuerzos para alcanzar el favor de
Dios; pero todo cuanto hagamos por nuestra propia cuenta es en
vano. Tan sólo en relación con Jesús, por medio de la fe, puede el
pecador llegar a ser un hijo de Dios, creyente y lleno de esperanza.
Estas palabras me consolaron y me mostraron lo que debía hacer
yo para salvarme.
Desde entonces vi mi camino más claro, y empezaron a disiparse
las tinieblas. Imploré anhelosamente el perdón de mis pecados,
esforzándome para entregarme por entero al Señor. Sin embargo me
acometían con frecuencia vivas angustias, porque no experimentaba
el éxtasis espiritual que yo consideraba como prueba de que Dios me
había aceptado, y sin ello no me podía convencer de que estuviese
convertida. ¡Cuánta enseñanza necesitaba respecto a la sencillez de
la fe!
Alivio de la carga
Mientras estaba arrodillada y oraba con otras personas que tam-
bién buscaban al Señor, decía yo en mi corazón: “¡Ayúdame, Jesús!