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Notas biográficas de Elena G. de White
¡Sálvame o pereceré! No cesaré de implorarte hasta que oigas mi
oración y reciba yo el perdón de mis pecados”. Sentía entonces
como nunca mi condición necesitada e indefensa.
Arrodillada todavía en oración, mi carga me abandonó repen-
tinamente y se me alivió el corazón. Al principio me sobrecogió
un sentimiento de alarma, y quise reasumir mi carga de angustia.
No me parecía tener derecho a sentirme alegre y feliz. Pero Jesús
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parecía estar muy cerca de mí, y me sentí capaz de allegarme a él
con todas mis pesadumbres, infortunios y tribulaciones, en la mis-
ma forma como los necesitados, cuando él estaba en la tierra, se
allegaban a él en busca de consuelo. Tenía yo la seguridad de que
Jesús comprendía mis tribulaciones y se compadecía de mí. Nunca
olvidaré aquella preciosa seguridad de la ternura compasiva de Jesús
hacia un ser como yo, tan indigno de su consideración. Durante
aquel corto tiempo que pasé arrodillada con los que oraban, aprendí
mucho más acerca del carácter de Jesús que cuanto hasta entonces
había aprendido.
Una de las madres en Israel se acercó a mí diciendo: “Querida
hija mía, ¿has encontrado a Jesús?” Yo iba a responderle que sí,
cuando ella exclamó: “¡Verdaderamente lo has hallado! Su paz está
contigo. Lo veo en tu semblante”.
Repetidas veces me decía yo a mí misma: “¿Puede ser esto la
religión? ¿No estoy equivocada?” Me parecía pretender demasiado,
un privilegio demasiado exaltado. Aunque muy tímida como para
confesarlo abiertamente, yo sentía que el Salvador me había otorgado
su bendición y el perdón de mis pecados.
“En novedad de vida”
Poco después terminó el congreso metodista y nos volvimos
a casa. Mi mente estaba repleta de los sermones, exhortaciones y
oraciones que habíamos oído. Durante la mayor parte de los días
en que se celebró la asamblea, el tiempo estaba nublado y lluvioso,
y mis sentimientos armonizaban con el ambiente climático. Pero
luego el sol se puso a brillar esplendorosamente y a inundar la tierra
con su luz y calor. Los árboles, las plantas y la hierba reverdecían
lozanos y el firmamento era de un intenso azul. La tierra parecía
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sonreír bajo la paz de Dios. Así también los rayos del Sol de justicia