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Mi conversión
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habían penetrado las nubes y las tinieblas de mi mente y habían
disipado su melancolía.
Me parecía que todos debían estar en paz con Dios y animados de
su Espíritu. Todo cuanto miraban mis ojos me parecía cambiado. Los
árboles eran más hermosos y las aves cantaban más melodiosamente
que antes, como si alabasen al Creador con su canto. Yo no quería
decir nada, temerosa de que aquella felicidad se desvaneciera y
perdiera la valiosísima prueba de que Jesús me amaba.
La vida tenía un aspecto distinto para mí. Veía las aflicciones
que habían entenebrecido mi niñez como muestras de misericordia
para mi bien, a fin de que, apartando mi corazón del mundo y de sus
engañosos placeres, me inclinase hacia las perdurables atracciones
del cielo.
Me uní a la Iglesia Metodista
Poco después de regresar del congreso, fui recibida, juntamente
con otras personas, en la Iglesia Metodista para el período de prueba.
Me preocupaba mucho el asunto del bautismo. Aunque joven, no me
era posible ver que las Escrituras autorizasen otra manera de bautizar
que la inmersión. Algunas de mis hermanas metodistas trataron en
vano de convencerme de que el bautismo por aspersión era también
bíblico. El pastor metodista consintió en bautizar a los candidatos
por inmersión si ellos a conciencia preferían ese método, aunque
señaló que el método por aspersión sería igualmente aceptable para
Dios.
Llegó por fin el día de recibir este solemne rito. Eramos doce
catecúmenos, y fuimos al mar para que nos bautizaran. Soplaba un
fuerte viento y las encrespadas olas barrían la playa; pero cuando
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cargué esta pesada cruz, mi paz fue como un río. Al salir del agua
me sentí casi sin fuerzas propias, porque el poder del Señor se asentó
sobre mí. Sentí que desde aquel momento ya no era de este mundo,
sino que, del líquido sepulcro, había resucitado a nueva vida.
Aquel mismo día por la tarde fui admitida formalmente en el
seno de la Iglesia Metodista.
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