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Mi separación de la iglesia
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Me sentí compelida a confesar la verdad de que mi corazón no
había recibido sus nuevas bendiciones por medio del metodismo,
sino por las conmovedoras verdades referentes a la personal apari-
ción de Jesús, que me habían infundido paz, gozo y perfecto amor.
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Así terminó mi testimonio, el último que yo había de dar en clase
con mis hermanos metodistas.
Después habló Roberto con su acostumbrada dulzura, pero de
una manera tan clara y conmovedora que algunos lloraron y se sin-
tieron muy emocionados. Pero otros tosían en señal de disentimiento
y se mostraban sumamente inquietos.
Al salir de la clase volvimos a hablar acerca de nuestra fe, y nos
maravillamos de que estos creyentes, nuestros hermanos y hermanas,
tomasen tan a mal las palabras referentes al advenimiento de nuestro
Salvador. Nos convencimos de que ya no debíamos asistir a ninguna
otra reunión de clase. La esperanza de la gloriosa aparición de Cristo
llenaba nuestras almas y, por lo tanto, desbordaría de nuestros labios
al levantarnos para hablar. Era evidente que no podríamos tener
libertad en la reunión de clase porque al terminar la reunión, oíamos
las mofas y los insultos que nuestro testimonio provocaba, por parte
de hermanos y hermanas a quienes habíamos respetado y amado.
Difundiendo el mensaje adventista
Por entonces los adventistas celebraban reuniones en la sala
Beethoven. Mi padre y su familia asistían a ellas con regularidad.
Se creía que el segundo advenimiento iba a ocurrir en el año 1843.
Parecía tan corto el tiempo en que se podían salvar las almas, que
resolví hacer cuanto de mí dependiese para conducir a los pecadores
a la luz de la verdad.
Tenía yo en casa dos hermanas: Sara, que me llevaba algunos
años, y mi hermana gemela, Isabel. Hablamos las tres del asunto,
y decidimos ganar cuanto dinero podíamos para invertirlo en la
compra de libros y folletos que distribuiríamos gratuitamente. Esto
era lo mejor que podíamos hacer, y aunque era poco, lo hacíamos
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alegremente.
Nuestro padre era sombrerero, y la tarea que me correspondía,
por ser la más fácil, era elaborar las copas de los sombreros. También
hacía calcetines a veinticinco centavos el par. Mi corazón estaba