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Notas biográficas de Elena G. de White
Gozosa expectación
Mientras regresábamos a casa por diversos caminos, podía oírse,
proveniente de cierta dirección, una voz de alabanza a Dios, y como
si fuese en respuesta, se oían luego otras voces que desde diferentes
puntos clamaban: “¡Gloria a Dios! ¡El Señor reina!” Los hombres
se retiraban a sus casas con alabanzas en los labios, y los alegres
gritos repercutían en la tranquila atmósfera de la noche. Nadie que
haya asistido a estas reuniones podrá olvidar jamás aquellas escenas
llenas del más profundo interés.
Quienes amen sinceramente a Jesús pueden comprender la emo-
ción de los que entonces esperaban con intensísimo anhelo la venida
de su Salvador. Estaba cerca el día en que se lo aguardaba. Poco
faltaba para que llegase el momento en que esperábamos ir a su
encuentro. Con solemne calma nos aproximábamos a la hora seña-
lada. Los verdaderos creyentes permanecían en apacible comunión
con Dios, símbolo de la paz que esperaban disfrutar en la hermosa
vida venidera. Nadie de cuantos experimentaron esta esperanzada
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confianza podrá olvidar jamás aquellas dulces horas de espera.
Durante algunas semanas, la mayor parte de los fieles abandona-
ron los negocios mundanales. Todos examinábamos los pensamien-
tos de nuestra mente y las emociones de nuestro corazón, como si
estuviéramos en el lecho de muerte, prontos a cerrar para siempre
los ojos a las escenas de la tierra. No confeccionábamos “mantos
de ascensión” para el gran acontecimiento; sentíamos la necesidad
de la evidencia interna de que estuviéramos preparados para ir al
encuentro de Cristo, y nuestros mantos blancos eran la pureza del
alma y un carácter limpio de pecado por la sangre expiatoria de
Cristo.
Días de perplejidad
Pero pasó el tiempo de la expectación. Esta fue la primera prueba
severa que hubieron de sufrir quienes creían y esperaban que Jesús
vendría en las nubes de los cielos. Grande fue la desilusión del
expectante pueblo de Dios. Los burladores triunfaban, y se llevaron
a sus filas a los débiles y cobardes. Algunos que habían denotado en
apariencia tener verdadera fe, demostraron entonces que tan sólo los