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Notas biográficas de Elena G. de White
los malvados se figuraron que era estruendo de truenos y de un
terremoto. Cuando Dios señaló el tiempo, derramó sobre nosotros el
Espíritu Santo, y nuestros semblantes se iluminaron refulgentemente
con la gloria de Dios, como le sucedió a Moisés al bajar del Sinaí.
Los 144.000 estaban todos sellados y perfectamente unidos. En
su frente llevaban escritas estas palabras: “Dios, Nueva Jerusalén”,
y además una gloriosa estrella con el nuevo nombre de Jesús. Los
malvados se enfurecieron al vernos en aquel estado santo y feliz, y
querían apoderarse de nosotros para encarcelarnos, cuando extendi-
mos la mano en el nombre del Señor y cayeron rendidos en el suelo.
Entonces conoció la sinagoga de Satanás que Dios nos había amado,
a nosotros que podíamos lavarnos los pies unos a otros y saludarnos
fraternalmente con ósculo santo, y ellos adoraron a nuestras plantas.
Luego se volvieron nuestros ojos hacia el oriente, por donde
había aparecido una negra nubecilla, del tamaño de la mitad de la
mano de un hombre, y que era, según todos comprendíamos, la señal
del Hijo del hombre. En solemne silencio contemplábamos cómo
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iba acercándose la nubecilla, volviéndose más y más brillante y
esplendorosa, hasta que se convirtió en una gran nube blanca con el
fondo semejante a fuego. Sobre la nube lucía el arco iris y en torno
de ella aleteaban diez mil ángeles cantando un hermosísimo himno.
En la nube estaba sentado el Hijo del hombre. Sus cabellos, blancos
y rizados, le caían sobre los hombros; y llevaba muchas coronas en
la cabeza. Sus pies parecían de fuego; en la diestra tenía una hoz
aguda y en la siniestra llevaba una trompeta de plata. Sus ojos eran
como llama de fuego, y con ellos escudriñaba a fondo a sus hijos.
Palidecieron entonces todos los semblantes y se tornaron negros los
de aquellos a quienes Dios había rechazado. Todos nosotros excla-
mamos: “¿Quién podrá estar firme? ¿Está inmaculado mi manto?”
Después cesaron de cantar los ángeles, y durante un rato quedó todo
en pavoroso silencio, cuando Jesús dijo: “Quienes tengan las manos
limpias y puro el corazón podrán estar firmes. Bástaos mi gracia”.
Al escuchar estas palabras, se iluminaron nuestros rostros y el gozo
llenó todos los corazones. Los ángeles volvieron a cantar en tono
más alto, mientras la nube se acercaba a la tierra.
Luego resonó la argentina trompeta de Jesús, mientras él iba
descendiendo en la nube, rodeado de llamas de fuego. Miró los
sepulcros de los santos dormidos. Después alzó los ojos y las manos