Mi primera visión
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al cielo y exclamó: “¡Despertad! ¡Despertad! ¡Despertad! los que
dormís en el polvo, y levantaos”. Entonces hubo un formidable terre-
moto. Se abrieron los sepulcros y resucitaron los muertos revestidos
de inmortalidad. “¡Aleluya!”, exclamaron los 144.000, al reconocer
a los amigos que de su lado había arrebatado la muerte, y en el
mismo instante fuimos nosotros transformados y nos reunimos con
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ellos para encontrar al Señor en el aire.
Juntos entramos en la nube y durante siete días fuimos ascen-
diendo al mar de vidrio, donde Jesús sacó coronas y nos las ciñó con
su propia mano. Nos dio también arpas de oro y palmas de victoria.
Sobre el mar de vidrio, los 144.000 formaban un cuadro perfecto.
Algunos tenían coronas muy brillantes, y las de otros no lo eran
tanto. Algunas coronas estaban cuajadas de estrellas, mientras que
otras tenían muy pocas; y sin embargo, todos estaban perfectamente
satisfechos con su corona. Iban vestidos con un resplandeciente
manto blanco desde los hombros hasta los pies. Los ángeles nos
rodeaban en nuestro camino por el mar de vidrio hacia la puerta de
la ciudad. Jesús levantó su brazo potente y glorioso y, posándolo
en la perlina puerta, la hizo girar sobre sus relucientes goznes, y
nos dijo: “En mi sangre lavasteis vuestras ropas y estuvisteis firmes
en mi verdad. Entrad”. Todos entramos, con el sentimiento de que
teníamos un perfecto derecho a la ciudad.
Allí vimos el árbol de vida y el trono de Dios, del que fluía un río
de agua pura, y en cada lado del río estaba el árbol de vida. En una
margen había un tronco del árbol y otro en la otra margen, ambos de
oro puro y transparente. De pronto me figuré que había dos árboles;
pero al mirar más atentamente, vi que los dos troncos se unían en
su parte superior y formaban un solo árbol. Así estaba el árbol de
la vida en ambas márgenes del río de vida. Sus ramas se inclinaban
hacia donde nosotros estábamos, y el fruto era espléndido, semejante
a oro mezclado con plata.
Todos nosotros nos ubicamos bajo el árbol, y nos sentamos para
contemplar la gloria de aquel paraje, cuando los Hnos. Fitch y Stock-
man, que habían predicado el Evangelio del reino y a quienes Dios
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había puesto en el sepulcro para salvarlos, se llegaron a nosotros y
nos preguntaron qué había sucedido mientras ellos dormían. Qui-
simos referirles las mayores pruebas por las que habíamos pasado;
pero éstas resultaban tan insignificantes frente a la incomparable y