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Notas biográficas de Elena G. de White
al bajar del Sinaí. A causa de esta gloria, los malvados no podían
mirarlos. Y cuando la bendición eterna se pronunció sobre quienes
habían honrado a Dios santificando su sábado, resonó un potente
grito por la victoria lograda sobre la bestia y su imagen.
Entonces comenzó el jubileo, durante el cual la tierra debía
descansar. Vi al piadoso esclavo levantarse en triunfal victoria, y
desligarse de las cadenas que lo ataban, mientras que su malvado
dueño quedaba confuso sin saber qué hacer; porque los malvados
no podían comprender las palabras de la voz de Dios.
Pronto apareció la gran nube blanca. Me pareció mucho más her-
mosa que antes. En ella se sentaba el Hijo del hombre. Al principio
no distinguimos a Jesús en la nube; pero al acercarse más a la tierra,
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pudimos contemplar su bellísima figura. En cuanto apareció, esta
nube fue la señal del Hijo del hombre en el cielo.
La voz del Hijo de Dios despertó a los santos dormidos y los
levantó revestidos de gloriosa inmortalidad. Los santos vivientes
fueron transformados en un instante y arrebatados con aquéllos en el
carro de nubes. Este resplandecía en extremo mientras rodaba hacia
las alturas. Tenía alas a uno y otro lado, y debajo ruedas. Y cuando
ascendía, las ruedas exclamaban: “¡Santo!”, y las alas, al batir, grita-
ban: “¡Santo!”, y la comitiva de santos ángeles que rodeaba la nube
exclamaba: “¡Santo, santo, santo, Señor Dios Todopoderoso!” Y los
santos en la nube cantaban: “¡Gloria! ¡Aleluya!” El carro subió a
la santa ciudad. Jesús abrió las puertas de la ciudad de oro y nos
condujo adentro. Fuimos bien recibidos, porque habíamos guardado
“los mandamientos de Dios”, y teníamos derecho “al árbol de la
vida”.
Apocalipsis 14:12; 22:14
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