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La Oración
Apenas acabó Elías su oración, bajaron del cielo sobre el altar
llamas de fuego, como brillantes relámpagos, y consumieron el
sacrificio, evaporaron el agua de la trinchera y devoraron hasta las
piedras del altar. El resplandor del fuego iluminó la montaña y
deslumbró a la multitud. En los valles que se extendían más abajo,
donde muchos observaban, suspensos de ansiedad, los movimientos
de los que estaban en la altura, se vio claramente el descenso del
fuego, y todos se quedaron asombrados por lo que veían. Era algo
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semejante a la columna de fuego que al lado del mar Rojo separó a
los hijos de Israel de la hueste egipcia.—
Profetas y Reyes, 112
.
Las oraciones de Elías reclamaron por la fe las promesas de
Dios
—Una vez muertos los profetas de Baal, quedaba preparado el
camino para realizar una poderosa reforma espiritual entre las diez
tribus del reino septentrional. Elías había presentado al pueblo su
apostasía; lo había invitado a humillar su corazón y a volverse al
Señor. Los juicios del Cielo habían sido ejecutados; el pueblo había
confesado sus pecados y había reconocido al Dios de sus padres
como el Dios viviente, y ahora iba a retirarse la maldición del Cielo
y se renovarían las bendiciones temporales de la vida. La tierra iba a
ser refrigerada por la lluvia. Elías dijo a Acab: “Sube, come y bebe;
porque una grande lluvia suena”. Luego el profeta se fue a la cumbre
del monte para orar.
El que Elías pudiese invitar confiadamente a Acab a que se
preparase para la lluvia no se debía a que hubiese evidencias externas
de que estaba por llover. El profeta no veía nubes en los cielos; ni oía
truenos. Expresó simplemente las palabras que el Espíritu del Señor
lo movía a decir en respuesta a su propia fe poderosa. Durante todo el
día, había cumplido sin vacilar la voluntad de Dios, y había revelado
su confianza implícita en las profecías de la palabra de Dios; y ahora,
habiendo hecho todo lo que estaba a su alcance, sabía que el Cielo
otorgaría libremente las bendiciones predichas. El mismo Dios que
había mandado la sequía había prometido abundancia de lluvia como
recompensa del proceder correcto; y ahora Elías aguardaba que se
derramase la lluvia prometida. En actitud humilde, “su rostro entre
las rodillas,” suplicó a Dios en favor del penitente Israel. Vez tras vez,
Elías mandó a su siervo a un lugar que dominaba el Mediterráneo,
para saber si había alguna señal visible de que Dios había oído su
oración. Cada vez volvió el siervo con la contestación: “No hay