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La Oración
ocurrido mal alguno, y magnificó al Señor y Dios del cielo.—
The
Review and Herald, 3 de mayo de 1892
.
Las oraciones de Daniel eran humildes y dispuestas a acep-
tar la voluntad divina
—Al acercarse el tiempo de la terminación
de los setenta años de cautiverio, Daniel se aplicó en gran manera
al estudio de las profecías de Jeremías. Él vio que se acercaba el
tiempo en que Dios daría a su pueblo escogido otra prueba; y con
ayuno, humillación y oración, importunaba al Dios del cielo con
estas palabras: “Ahora, Señor, Dios grande, digno de ser temido, que
guardas el pacto y la misericordia con los que te aman y guardan
tus mandamientos; hemos pecado, hemos hecho iniquidad, hemos
obrado impíamente, y hemos sido rebeldes, y nos hemos apartado de
tus mandamientos y de tus ordenanzas. No hemos obedecido a tus
siervos los profetas, que en tu nombre hablaron a nuestros reyes, a
nuestros príncipes, a nuestros padres, y a todo el pueblo de la tierra”.
Daniel 9:4-6
.
Daniel no proclama su propia fidelidad ante el Señor. En lugar
de pretender ser puro y santo, este honrado profeta se identifica hu-
mildemente con el Israel verdaderamente pecaminoso. La sabiduría
que Dios le había impartido era tan superior a la sabiduría de los
grandes hombres del mundo, como la luz del sol que brilla en los
cielos al mediodía es más brillante que la más débil estrella. Y sin
embargo, ponderad la oración que sale de los labios de este hombre
tan altamente favorecido del cielo. Con profunda humillación, con
lágrimas y una entrega de corazón, ruega por sí mismo y por su
pueblo. Abre su alma delante de Dios, confesando su propia falta de
mérito y reconociendo la grandeza y la majestad del Señor.
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¡Que sinceridad y qué fervor caracterizaron su súplica! La mano
de fe se halla extendida hacia arriba para asirse de las promesas
del Altísimo que nunca fallan. Su alma lucha en agonía. Y tiene
la evidencia de que su oración es escuchada. Sabe que la victoria
le pertenece. Si como pueblo nosotros oráramos como Daniel, y
lucháramos como él luchó, humillando nuestras almas delante de
Dios, veríamos respuestas tan maravillosas a nuestras peticiones
como las que le fueron concedidas a Daniel. Oíd cómo presenta su
caso ante la corte del cielo:
“Inclina, oh Dios mío, tu oído, y oye; abre tus ojos, y mira nues-
tras desolaciones, y la ciudad sobre la cual es invocado tu nombre;