Página 102 - Primeros Escritos (1962)

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Primeros Escritos
tanta gente; pero me sentía impulsada a avanzar, y poco a poco fuí
rodeando la columna hasta ponerme frente al Cordero. Entonces
resonó una trompeta, estremecióse el templo y los santos congre-
gados dieron voces de triunfo. Un pavoroso esplendor iluminó el
templo, y después todo quedó en profundas tinieblas. La hueste feliz
había desaparecido por completo con el fulgor, y me quedé sola en
el horrible silencio de la noche.
Desperté angustiada y a duras penas pude convencerme de que
había soñado. Me parecía que mi condenación estaba fijada, y que
el Espíritu del Señor me había abandonado para siempre. Mi abati-
miento se intensificó, si ello era posible.
Poco después tuve otro sueño. Me veía sentada con profunda
desesperación; con el rostro oculto entre las manos, reflexionaba
así: Si Jesús estuviese en la tierra, iría a postrarme a sus pies y le
manifestaría cuánto sufro. No me rechazaría. Tendría misericordia
de mí, y por siempre le amaría y serviría. En aquel momento se abrió
la puerta y entró un personaje de aspecto y porte hermosos. Miróme
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compasivamente, y dijo: “¿Deseas ver a Jesús? Está aquí, y puedes
verle si quieres. Toma cuanto tengas y sígueme.”
Oí esas palabras con gozo indecible, y alegremente recogí cuanto
poseía, todas las cositas que apreciaba, y seguí a mi guía. Me condujo
a una escalera escarpada y de apariencia frágil. Cuando empecé a
subir los peldaños, me adyirtió el guía que mantuviera la vista en
alto, no fuese que me diesen vértigos y cayese. Muchos otros que
trepaban por la escalinata caían antes de llegar a la cima.
Finalmente llegamos al último peldaño, y nos detuvimos ante
una puerta. Allí el guía me indicó que dejase cuanto había traído
conmigo. Lo depuse todo alegremente. Entonces el guía abrió la
puerta, y me mandó entrar. En un momento estuve delante de Jesús.
No había error, pues aquella hermosa figura, aquella expresión de
benevolencia y majestad, no podían ser de otro. Cuando su mirada se
posó sobre mí, supe en seguida que comprendía todas la vicisitudes
de mi vida y todos mis íntimos pensamientos y emociones.
Traté de resguardarme de su mirada, pues me sentía incapaz
de resistirla, pero él se me acercó sonriente, y posando su mano
sobre mi cabeza, dijo: “No temas.” El dulce sonido de su voz hizo
vibrar mi corazón con una dicha que no había experimentado hasta
entonces. Estaba yo muy por demás gozosa para pronunciar una