Página 169 - Primeros Escritos (1962)

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El plan de salvación
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y sus ángeles a los malvados; que moriría de la más cruel de las
muertes, colgado entre los cielos y la tierra como culpable pecador;
que sufriría terribles horas de agonía, de la cual los mismos ángeles
esconderían el rostro, pues no podrían tolerar el espectáculo. No
sería sólo agonía del cuerpo la que sufriría, sino también una agonía
mental con la que ningún sufrimiento corporal podría compararse.
Sobre él recaerían los pecados del mundo entero. Les dijo que mori-
ría, que resucitaría al tercer día y ascendería junto a su Padre para
interceder por el hombre rebelde y culpable.
Los ángeles se prosternaron ante él. Ofrecieron sus vidas. Jesús
les dijo que con su muerte salvaría a muchos, pero que la vida de un
ángel no podría pagar la deuda. Sólo su vida podía aceptar el Padre
por rescate del hombre. También les dijo que ellos tendrían una parte
que cumplir: estar con él, y fortalecerlo en varias ocasiones; que
tomaría la naturaleza caída del hombre, y su fortaleza no equivaldría
siquiera a la de ellos; que presenciarían su humillación y sus acerbos
sufrimientos; y que cuando vieran sus padecimientos y el odio de los
hombres hacia él se estremecerían con profundísimas emociones, y
que por lo mucho que le amaban iban a querer rescatarlo y librarlo de
sus verdugos; pero que de ningún modo deberían intervenir entonces
para evitar nada de lo que presenciasen; que desempeñarían una
parte en su resurrección; que el plan de salvación estaba ya trazado
y que su Padre lo había aprobado.
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Con santa tristeza consoló y alentó Jesús a los ángeles manifes-
tándoles que más tarde estarían con él aquellos a quienes redimiese,
pues con su muerte rescataría a muchos y destruiría al que tenía el
poder de la muerte. Su Padre le daría el reino y la grandeza del domi-
nio bajo todo el cielo y él lo poseería por siempre jamás. Satanás y
los pecadores serían destruidos para que nunca perturbasen el cielo
ni la nueva tierra purificada. Jesús ordenó a la hueste celestial que se
reconciliase con el plan que su Padre había aprobado, y se alegrara
de que el hombre caído pudiera, por virtud de su muerte, recobrar
su elevada posición, obtener el favor de Dios y gozar del cielo.
Entonces se llenó el cielo de inefable júbilo. La hueste celestial
entonó un cántico de alabanza y adoración. Pulsaron las arpas y
cantaron con una nota más alta que antes, por la gran misericordia y
condescendencia de Dios al dar a su Queridísimo y Amado para que
muriese por una raza de rebeldes. Tributaron alabanza y adoración