Página 188 - Primeros Escritos (1962)

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Primeros Escritos
lonja de mercaderes, y huyeron ante él como perseguidos por una
compañía de soldados armados. Esperaban los discípulos que Jesús
manifestara su poder y convenciese a todos de que era el Rey de
Israel.
Judas se vió invadido de amargo remordimiento y vergüenza por
su acto de traición al entregar a Jesús. Y al presenciar las crueldades
que padecía el Salvador, quedó completamente abrumado. Había
amado a Jesús; pero había amado aún más el dinero. No había
pensado que Jesús pudiera consentir en que lo prendiese la turba que
él condujera. Había contado con que haría un milagro para librarse
de ella. Pero al ver, en el patio del tribunal, a la enfurecida multitud,
sedienta de sangre, sintió todo el peso de su culpa; y mientras muchos
acusaban vehementemente a Jesús, precipitóse él por en medio de la
turba confesando que había pecado al entregar la sangre inocente.
Ofreció a los sacerdotes el dinero que le habían pagado, y les rogó
que dejaran libre a Jesús, pues era del todo inocente.
La confusión y el enojo que estas palabras produjeron en los
sacerdotes, los redujeron al silencio por breves momentos. No que-
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rían que el pueblo supiera que habían sobornado a uno de los que
se decían discípulos de Jesús para que se lo entregara. Deseaban
ocultar que le habían buscado como si fuese un ladrón y prendido
secretamente. Pero la confesión de Judas y su hosco y culpable as-
pecto, desenmascararon a los sacerdotes ante los ojos de la multitud
y demostraron que por odio habían prendido a Jesús. Cuando Judas
declaró en voz alta que Jesús era inocente, los sacerdotes respon-
dieron: “¿Qué nos importa a nosotros? ¡Allá tú!” Tenían a Jesús en
su poder y estaban resueltos a no dejarlo escapar. Abrumado Judas
por la angustia, arrojó a los pies de quienes lo habían comprado las
monedas que ahora despreciaba y, horrorizado, salió y se ahorcó.
Había entre la multitud que le rodeaba muchos que simpatizaban
con Jesús, y el silencio que observaba frente a las preguntas que
le hacían, maravillaba a los circunstantes. A pesar de las mofas y
violencias de las turbas no denotó Jesús en su rostro el más leve
ceño ni siquiera una señal de turbación. Se mantuvo digno y circuns-
pecto. Los espectadores lo contemplaban con asombro, comparando
su perfecta figura y su firme y digno continente con el aspecto de
quienes lo juzgaban. Unos a otros se decían que tenía más aire de rey
que ninguno de los príncipes. No le notaban indicio alguno de cri-