Página 191 - Primeros Escritos (1962)

Basic HTML Version

La crucifixión de Cristo
El Hijo de Dios fué entregado al pueblo para que éste lo cruci-
ficara. Con gritos de triunfo se llevaron al Salvador. Estaba débil y
abatido por el cansancio, el dolor y la sangre perdida por los azotes
y golpes que había recibido. Sin embargo, le cargaron a cuestas la
pesada cruz en que pronto le clavarían. Jesús desfalleció bajo el
peso. Tres veces le pusieron la cruz sobre los hombros, y otras tres
veces se desmayó. A uno de sus discípulos, que no profesaba abier-
tamente la fe de Cristo, y que sin embargo creía en él, lo tomaron y
le pusieron encima la cruz para que la llevase al lugar del suplicio.
Huestes de ángeles estaban alineadas en el aire sobre aquel lugar.
Algunos discípulos de Jesús le siguieron hasta el Calvario, tristes y
llorando amargamente. Recordaban su entrada triunfal en Jerusalén
pocos días antes, cuando le habían acompañado gritando: “¡Hosan-
na en las alturas!”, extendiendo sus vestiduras y hermosas palmas
por el camino. Se habían figurado que iba entonces a posesionarse
del reino y regir a Israel como príncipe temporal. ¡Cuán otra era la
escena! ¡Cuán sombrías las perspectivas! No con regocijo ni con
risueñas esperanzas, sino con el corazón quebrantado por el temor y
el desaliento, seguían ahora lentamente y entristecidos al que, lleno
de humillaciones y oprobios, iba a morir.
Allí estaba la madre de Jesús con el corazón transido de una
angustia como nadie que no sea una madre amorosa puede sentir; sin
embargo, también esperaba, lo mismo que los discípulos, que Cristo
obrase algún estupendo milagro para librarse de sus verdugos. No
podía soportar el pensamiento de que él consintiese en ser crucifica-
do. Pero, después de hechos los preparativos, fué extendido Jesús
sobre la cruz. Trajeron los clavos y el martillo. Desmayó el corazón
[176]
de los discípulos. La madre de Jesús quedó postrada por insufrible
agonía. Antes de que el Salvador fuese clavado en la cruz, los discí-
pulos la apartaron de aquel lugar, para que no oyese el chirrido de
los clavos al atravesar los huesos y la carne de los delicados pies y
manos de Cristo, quien no murmuraba, sino que gemía agonizante.
187