Página 192 - Primeros Escritos (1962)

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Primeros Escritos
Su rostro estaba pálido y gruesas gotas de sudor le bañaban la frente.
Satanás se regocijaba del sufrimiento que afligía al Hijo de Dios, y
sin embargo, recelaba que hubiesen sido vanos sus esfuerzos para
estorbar el plan de salvación, y que iba a perder su dominio y quedar
finalmente anonadado él mismo.
Después de clavar a Jesús en la cruz, la levantaron en alto para
hincarla violentamente en el hoyo abierto en el suelo, y esta sacudi-
da desgarró las carnes del Salvador y le ocasionó los más intensos
sufrimientos. Para que la muerte de Jesús fuese lo más ignominiosa
que se pudiese, crucificaron con él a dos ladrones, uno a cada la-
do. Estos dos ladrones opusieron mucha resistencia a los verdugos,
quienes por fin les sujetaron los brazos y los clavaron en sus cruces.
Pero Jesús se sometió mansamente. No necesitó que nadie lo forzara
a extender sus brazos sobre la cruz. Mientras los ladrones malde-
cían a sus verdugos, el Salvador oraba en agonía por sus enemigos,
diciendo: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.” No
sólo soportaba Cristo agonía corporal, sino que pesaban sobre él los
pecados del mundo entero.
Pendiente Cristo de la cruz, algunos de los que pasaban por
delante de ella inclinaban las cabezas como si reverenciasen a un rey
y le decían: “Tú que derribas el templo, y en tres días lo reedificas,
sálvate a ti mismo; si eres Hijo de Dios, desciende de la cruz.”
Satanás había empleado las mismas palabras en el desierto: “Si eres
Hijo de Dios.” Los príncipes de los sacerdotes, ancianos y escribas le
escarnecían diciendo: “A otros salvó, a sí mismo no se puede salvar;
si es el Rey de Israel, descienda ahora de la cruz, y creeremos en
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él.” Los ángeles que se cernían sobre la escena de la crucifixión de
Cristo, se indignaron al oir el escarnio de los príncipes que decían:
“Si es el Hijo de Dios, sálvese a sí mismo.” Deseaban libertar a Jesús,
pero esto no les fué permitido. No se había logrado todavía el objeto
de su misión.
Durante las largas horas de agonía en que Jesús estuvo pendiente
de la cruz, no se olvidó de su madre, la cual había vuelto al lugar de
la terrible escena, porque no le era posible permanecer más tiempo
apartada de su Hijo. La última lección de Jesús fué de compasión
y humanidad. Contempló el afligido semblante de su quebrantada
madre, y después dirigió la vista a su amado discípulo Juan. Dijo a