Página 193 - Primeros Escritos (1962)

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La crucifixión de Cristo
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su madre: “Mujer, he ahí tu hijo.” Y después le dijo a Juan: “He ahí
tu madre.” Desde aquella hora, Juan se la llevó a su casa.
Jesús tuvo sed en su agonía, y le dieron a beber hiel y vinagre;
pero al gustar el brebaje, lo rehusó. Los ángeles habían presenciado
la agonía de su amado Jefe hasta que ya no pudieron soportar aquel
espectáculo, y se velaron el rostro por no ver la escena. El sol no
quiso contemplar el terrible cuadro. Jesús clamó en alta voz, una
voz que hizo estremecer de terror el corazón de sus verdugos:
“Con-
sumado es.”
Entonces el velo del templo se desgarró de arriba abajo,
la tierra tembló y se hendieron las peñas. Densas tinieblas cubrieron
la faz de la tierra. Al morir Jesús, pareció desvanecerse la última
esperanza de los discípulos. Muchos de ellos presenciaron la escena
de su pasión y muerte, y llenóse el cáliz de su tristeza.
Satanás no se regocijó entonces como antes. Había esperado
desbaratar el plan de salvación; pero sus fundamentos llegaban
demasiado hondo. Y ahora, por la muerte de Cristo, conoció que
él habría de morir finalmente y que su reino sería dado a Jesús.
Tuvo Satanás consulta con sus ángeles. Nada había logrado contra el
Hijo de Dios, y era necesario redoblar los esfuerzos y volverse con
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todo su poder y astucia contra sus discípulos. Debían Satanás y sus
ángeles impedir a todos cuantos pudiesen que recibieran la salvación
comprada para ellos por Jesús. Obrando así, todavía podría Satanás
actuar contra el gobierno de Dios. También le convenía por su propio
interés apartar de Cristo a cuantos seres humanos pudiese, porque
los pecados de los redimidos con su sangre caerán al fin sobre el
causante del pecado, quien habrá de sufrir el castigo de aquellos
pecados, mientras que quienes no acepten la salvación por Jesús
sufrirán la penalidad de sus propios pecados.
Cristo había vivido sin riquezas ni honores ni pompas munda-
nas. Su abnegación y humildad contrastaban señaladamente con el
orgullo y el egoísmo de los sacerdotes y ancianos. La inmaculada
pureza de Jesús reprobaba de continuo los pecados de ellos. Le
despreciaban por su humildad, pureza y santidad. Pero los que le
despreciaron en la tierra han de verle un día en la grandeza del cielo,
en la insuperable gloria de su Padre.
En el patio del tribunal, estuvo rodeado de enemigos sedientos de
su sangre; pero aquellos empedernidos que vociferaban: “Su sangre
sea sobre nosotros y sobre nuestros hijos,” le contemplarán honrado