Página 196 - Primeros Escritos (1962)

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La resurrección de Cristo
Los discípulos descansaron el sábado, entristecidos por la muerte
de su Señor, mientras que Jesús, el Rey de gloria, permanecía en la
tumba. Al llegar la noche, vinieron los soldados a guardar el sepul-
cro del Salvador, mientras los ángeles se cernían invisibles sobre el
sagrado lugar. Transcurría lentamente la noche, y aunque todavía era
obscuro, los vigilantes ángeles sabían que se acercaba el momento
de libertar a su Caudillo, el amado Hijo de Dios. Mientras ellos
aguardaban con profundísima emoción la hora del triunfo, un poten-
te ángel llegó del cielo en velocísimo vuelo. Su rostro era como el
relámpago y su vestidura como la nieve. Su fulgor iba desvaneciendo
las tinieblas por donde pasaba, y su brillante esplendor ahuyentaba
aterrorizados a los ángeles malignos que habían pretendido triun-
falmente que era suyo el cuerpo de Jesús. Un ángel de la hueste
que había presenciado la humillación de Cristo y vigilaba la tumba,
se unió al ángel venido del cielo y juntos bajaron al sepulcro. Al
acercarse ambos, se estremeció el suelo y hubo un gran terremoto.
Los soldados de la guardia romana quedaron aterrados. ¿Dónde
estaba ahora su poder para guardar el cuerpo de Jesús? No pensaron
en su deber ni en la posibilidad de que los discípulos hurtasen el
cuerpo del Salvador. Al brillar en torno del sepulcro la luz de los
ángeles, más refulgente que el sol, los soldados de la guardia romana
cayeron al suelo como muertos. Uno de los dos ángeles echó mano
de la enorme losa y, empujándola a un lado de la entrada, sentóse
encima. El otro ángel entró en la tumba y desenvolvió el lienzo que
envolvía la cabeza de Jesús. Entonces, el ángel del cielo, con voz
que hizo estremecer la tierra, exclamó: “Tú, Hijo de Dios, tu Padre te
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llama. ¡Sal!” La muerte no tuvo ya dominio sobre Jesús. Levantóse
de entre los muertos, como triunfante vencedor. La hueste angélica
contemplaba la escena con solemne admiración. Y al surgir Jesús
del sepulcro, aquellos resplandecientes ángeles se postraron en tierra
para adorarle, y le saludaron con cánticos triunfales de victoria.
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