Página 197 - Primeros Escritos (1962)

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La resurrección de Cristo
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Los ángeles de Satanás hubieron de huir ante la refulgente y
penetrante luz de los ángeles celestiales, y amargamente se quejaron
a su rey de que por violencia se les había arrebatado la presa, y
Aquel a quien tanto odiaban había resucitado de entre los muertos.
Satanás y sus huestes se habían ufanado de que su dominio sobre
el hombre caído había hecho yacer en la tumba al Señor de la vida;
pero su triunfo infernal duró poco, porque al resurgir Jesús de su
cárcel como majestuoso vencedor, comprendió Satanás que después
de un tiempo él mismo habría de morir y su reino pasaría al poder
de su legítimo dueño. Rabiosamente lamentaba Satanás que a pesar
de sus esfuerzos no hubiese logrado vencer a Jesús, quien en cambio
había abierto para el hombre un camino de salvación, de modo que
todos pudieran andar por él y ser salvos.
Satanás y sus ángeles se reunieron en consulta para deliberar
acerca de cómo podrían aun luchar contra el gobierno de Dios. Man-
dó Satanás a sus siervos que fueran a los príncipes de los sacerdotes
y a los ancianos, y al efecto les dijo: “Hemos logrado engañarlos,
cegar sus ojos y endurecer sus corazones contra Jesús. Les hicimos
creer que era un impostor. Pero los soldados romanos de la guardia
divulgarán la odiosa noticia de que Cristo ha resucitado. Indujimos
a los príncipes de los sacerdotes y los ancianos a que odiaran a Jesús
y lo matasen. Hagámosles saber ahora que si se divulga que Jesús
ha resucitado, el pueblo los lapidará por haber condenado a muerte
a un inocente.”
Cuando la hueste angélica se marchó del sepulcro y la luz y el
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resplandor se desvanecieron, los soldados de la guardia levantaron
recelosamente la cabeza y miraron en derredor. Se asombraron al
ver que la gran losa había sido corrida de la entrada y que el cuerpo
de Jesús había desaparecido. Se apresuraron a ir a la ciudad para
comunicar a los príncipes y ancianos lo que habían visto. Al escu-
char aquellos verdugos el maravilloso relato, palideció su rostro y
se horrorizaron al pensar en lo que habían hecho. Si el relato era
verídico, estaban perdidos. Durante un rato, permanecieron silen-
ciosos mirándose unos a otros, sin saber qué hacer ni qué decir,
pues aceptar el informe equivaldría a condenarse ellos mismos. Se
reunieron aparte para decidir lo que habían de hacer. Argumenta-
ron que si el relato de los guardias se divulgaba entre el pueblo, se
mataría como a asesinos a los que dieron muerte a Jesús. Resolvie-