Página 216 - Primeros Escritos (1962)

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Primeros Escritos
el único que debía ser adorado. Así ensalzó Pablo a Dios delante
de la gente; pero a duras penas pudo refrenarla. En la mente de esa
gente se estaba formando el primer concepto de la fe en el Dios
verdadero, así como del culto y honor que se le debe rendir; pero
mientras escuchaban a Pablo, Satanás estaba incitando a los judíos
incrédulos de otras ciudades a que siguiesen a Pablo para destruir la
buena obra hecha por él.
Estos judíos excitaron a aquellos idólatras mediante falsos in-
formes contra Pablo. El asombro y la admiración de la gente se
transformó en odio, y los que poco antes habían estado dispuestos
a adorar a los discípulos, apedrearon a Pablo y lo sacaron de la
ciudad como muerto. Pero mientras los discípulos estaban de pie en
derredor de Pablo, llorándolo, con gozo lo vieron levantarse, y entró
con ellos en la ciudad.
En otra ocasión, mientras Pablo y Silas predicaban a Jesús, cierta
mujer poseída de un espíritu de adivinación, los seguía clamando:
“Estos hombres son siervos del Dios Altísimo, quienes os anuncian el
camino de salvación.” Ella siguió así a los discípulos durante muchos
días. Pero esto entristecía a Pablo; porque esos clamores distraían de
la verdad la atención de la gente. El propósito de Satanás al inducirla
a hacer eso era crear en la gente un desagrado que destruyese la
influencia de los discípulos. El espíritu de Pablo se conmovió dentro
de sí, y dándose vuelta dijo al espíritu: “Te mando en el nombre de
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Jesucristo, que salgas de ella;” y el mal espíritu, así reprendido, la
dejó.
A sus amos les había agradado que clamase detrás de los discípu-
los; pero cuando el mal espíritu la dejó, y vieron en ella a una mansa
discípula de Cristo, se enfurecieron. Mediante las adivinaciones de
ella, ellos habían obtenido mucho dinero, y ahora se desvanecía su
esperanza de ganancias. El propósito de Satanás quedó derrotado;
pero sus siervos apresaron a Pablo y Silas y llevándolos a la plaza
los entregaron a los magistrados diciendo: “Estos hombres, siendo
judíos, alborotan nuestra ciudad.” Y la multitud se levantó contra
ellos; los magistrados les desgarraron sus vestiduras y ordenaron
que los azotaran. Cuando los hubieron herido de muchos azotes,
los echaron en la cárcel, mandando al carcelero que los guardase
con diligencia. Este, habiendo recibido tal encargo, los metió en
la cárcel de más adentro, y les apretó los pies en el cepo. Pero los