Página 287 - Primeros Escritos (1962)

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Terminación del tercer mensaje
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los finalmente impenitentes. Era imposible que fuesen derramadas
las plagas mientras Jesús oficiase en el santuario; pero al terminar
su obra allí y cesar su intercesión, nada detiene ya la ira de Dios
que cae furiosamente sobre la desamparada cabeza del culpable
pecador que descuidó la salvación y aborreció las reprensiones. En
aquel terrible momento, después de cesar la mediación de Jesús, a
los santos les toca vivir sin intercesor en presencia del Dios santo.
Había sido decidido todo caso y numerada cada joya. Detúvose un
momento Jesús en el departamento exterior del santuario celestial,
y los pecados confesados mientras él estuvo en el lugar santísimo
fueron asignados a Satanás, originador del pecado, quien debía sufrir
su castigo.
Entonces vi que Jesús se despojaba de sus vestiduras sacerdo-
tales y se revestía de sus más regias galas. Llevaba en la cabeza
muchas coronas, una corona dentro de otra. Rodeado de la hueste
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angélica, dejó el cielo. Las plagas estaban cayendo sobre los mora-
dores de la tierra. Algunos acusaban a Dios y le maldecían. Otros
acudían presurosos al pueblo de Dios en súplica de que les enseñase
cómo escapar a los juicios divinos. Pero los santos no tenían nada
para ellos. Había sido derramada la última lágrima en favor de los
pecadores, ofrecida la última angustiosa oración, soportada la última
carga y dado el postrer aviso. La dulce voz de la misericordia ya no
había de invitarlos. Cuando los santos y el cielo entero se interesaban
por la salvación de los pecadores, éstos no habían tenido interés por
sí mismos. Se les ofreció escoger entre la vida y la muerte. Muchos
deseaban la vida, pero no se esforzaron por obtenerla. No escogieron
la vida, y ya no había sangre expiatoria para purificar a los culpables
ni Salvador compasivo que abogase por ellos y exclamase: “Per-
dona, perdona al pecador durante algún tiempo todavía.” Todo el
cielo se había unido a Jesús al oír las terribles palabras: “Hecho está.
Consumado es.” El plan de salvación estaba cumplido, pero pocos
habían querido aceptarlo. Y al callar la dulce voz de la misericordia,
el miedo y el horror invadieron a los malvados. Con terrible claridad
oyeron estas palabras: “¡Demasiado tarde! ¡demasiado tarde!”
Quienes habían menospreciado la Palabra de Dios corrían azo-
rados de un lado a otro, errantes de mar a mar y de norte a oriente
en busca de la Palabra del Señor. Dijo el ángel: “No la hallarán.
Hay hambre en la tierra; no hambre de pan ni sed de agua, sino de