Página 293 - Primeros Escritos (1962)

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Liberación de los santos
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Entonces comenzó el jubileo durante el cual debía descansar
la tierra. Vi que los piadosos esclavos se alzaban triunfantes y vic-
toriosos, quebrantando las cadenas que los oprimían, mientras sus
malvados amos quedaban confusos y sin saber qué hacer, porque
los impíos no podían comprender las palabras que emitía la voz de
Dios.
Pronto apareció la gran nube blanca sobre la que venía sentado
el Hijo del hombre. Al vislumbrarse a la distancia, parecía muy pe-
queña. El ángel dijo que era la señal del Hijo del hombre. Cuando se
acercó a la tierra, pudimos contemplar la excelsa gloria y majestad
de Jesús al avanzar como vencedor. Una comitiva de santos ángeles
ceñidos de brillantes coronas le escoltaban en su camino. No hay
lenguaje capaz de describir la magnificencia esplendorosa del es-
pectáculo. Se iba acercando la viviente nube de insuperable gloria y
majestad, y pudimos contemplar claramente la hermosa persona de
Jesús. No llevaba corona de espinas, sino que ceñía su frente santa
una corona de gloria. Sobre sus vestidos y muslo aparecía escrito
el título de Rey de reyes y Señor de señores. Su aspecto era tan
brillante como el sol de mediodía; sus ojos como llama de fuego; y
sus pies parecían de fino bronce. Resonaba su voz como un concierto
armónico de instrumentos músicos. La tierra temblaba delante de él;
los cielos se apartaron como arrollado pergamino, y las montañas
e islas se descuajaron de su asiento. “Y los reyes de la tierra, y los
grandes, los ricos, los capitanes, los poderosos, y todo siervo y todo
libre, se escondieron en las cuevas y entre las peñas de los montes; y
decían a los montes y a las peñas: Caed sobre nosotros, y esconded-
nos del rostro de aquel que está sentado sobre el trono, y de la ira
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del Cordero; porque el gran día de su ira ha llegado; ¿y quién podrá
sostenerse en pie?” Los que poco antes hubieran exterminado de la
tierra a los fieles hijos de Dios, presenciaban ahora la gloria de Dios
que sobre éstos reposaba. Y en medio de su terror, los impíos oían
las voces de los santos que en gozosas estrofas decían: “He aquí,
éste es nuestro Dios, le hemos esperado, y nos salvará.”
La tierra se estremeció violentamente cuando la voz del Hijo
de Dios llamó a los santos que dormían, quienes respondieron a la
evocación y resurgieron revestidos de gloriosa inmortalidad, excla-
mando: “¡Victoria! ¡Victoria! sobre la muerte y el sepulcro. ¿Dónde
está, oh muerte, tu aguijón? ¿dónde, oh sepulcro, tu victoria?” En-