Página 295 - Primeros Escritos (1962)

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La recompensa de los santos
Vi después un gran número de ángeles que traían de la ciudad
brillantes coronas, una para cada santo, cuyo nombre estaba inscrito
en ella. A medida que Jesús pedía las coronas, los ángeles se las
presentaban y con su propia diestra el amable Jesús las ponía en la
cabeza de los santos. Asimismo los ángeles trajeron arpas y Jesús
las presentó a los santos. Los caudillos de los ángeles preludiaban
la nota del cántico que era luego entonado por todas las voces en
agradecida y dichosa alabanza. Todas las manos pulsaban hábilmen-
te las cuerdas del arpa y dejaban oír melodiosa música en fuertes y
perfectos acordes. Después vi que Jesús conducía a los redimidos
a la puerta de la ciudad; y al llegar a ella la hizo girar sobre sus
goznes relumbrantes y mandó que entraran todas las gentes que
hubiesen guardado la verdad. Dentro de la ciudad había todo lo que
pudiese agradar a la vista. Por doquiera los redimidos contemplaban
abundante gloria. Jesús miró entonces a sus redimidos santos, cuyo
semblante irradiaba gloria, y fijando en ellos sus ojos bondadosos
les dijo con voz rica y musical: “Contemplo el trabajo de mi alma, y
estoy satisfecho. Vuestra es esta excelsa gloria para que la disfrutéis
eternamente. Terminaron vuestros pesares. No habrá más muerte ni
llanto ni pesar ni dolor.” Vi que la hueste de los redimidos se pos-
traba y echaba sus brillantes coronas a los pies de Jesús; y cuando
su bondadosa mano los alzó del suelo, pulsaron sus áureas arpas y
llenaron el cielo con su deleitosa música y cánticos al Cordero.
Vi luego que Jesús conducía a su pueblo al árbol de la vida,
y nuevamente oímos que su hermosa voz, más dulce que cuantas
melodías escucharon jamás los mortales decía: “Las hojas de este
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árbol son para la sanidad de las naciones. Comed todos de ellas.” El
árbol de vida daba hermosísimos frutos, de los que los santos podían
comer libremente. En la ciudad había un brillantísimo trono, del que
manaba un puro río de agua de vida, clara como el cristal. A uno y
a otro lado de ese río estaba el árbol de la vida, y en las márgenes
había otros hermosos árboles que llevaban fruto bueno para comer.
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