Página 236 - Historia de los Patriarcas y Profetas (2008)

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Historia de los Patriarcas y Profetas
sacrificar eran considerados sagrados por los egipcios; y era tal la
reverencia en que los tenían, que aun el matar a uno accidentalmen-
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te era crimen punible de muerte. Sería imposible para los hebreos
adorar en Egipto sin ofender a sus amos.
Moisés volvió a pedir al monarca que les permitiera internarse
tres días de camino en el desierto. El rey consintió, y rogó a los
siervos de Dios que implorasen que la plaga fuera quitada. Ellos
prometieron hacerlo, pero le advirtieron de que no los tratara en-
gañosamente. Se detuvo la plaga, pero el corazón del rey se había
endurecido por la rebelión pertinaz, y todavía se negó a ceder.
Siguió un golpe más terrible; la peste atacó a todo el ganado
egipcio que estaba en los campos. Tanto los animales sagrados como
las bestias de carga, las vacas, bueyes, ovejas, caballos, camellos y
asnos, todos fueron destruidos. Se había dicho claramente que los
hebreos serían exonerados; y el faraón, al enviar mensajeros a las
casas de los israelitas, comprobó la veracidad de esta declaración de
Moisés. “Del ganado de los hijos de Israel no murió ni un animal”.
Todavía el rey se mantenía obstinado.
Se le ordenó entonces a Moisés que tomara cenizas del horno
y que las esparciese hacia el cielo delante del faraón. Este acto
fue profundamente significativo. Cuatrocientos años antes, Dios
había mostrado a Abraham la futura opresión de su pueblo, bajo
la figura de un horno humeante y una lámpara encendida. Había
declarado que visitaría con sus juicios a sus opresores, y que sacaría
a los cautivos con grandes riquezas. En Egipto los israelitas habían
languidecido durante mucho tiempo en el horno de la aflicción. Este
acto de Moisés les garantizaba que Dios recordaba su pacto y que
había llegado el momento de la liberación.
Cuando se esparcieron las cenizas hacia el cielo, las diminutas
partículas se diseminaron por toda la tierra de Egipto, y doquiera
cayeran producían granos, “hubo sarpullido que produjo úlceras
tanto en los hombres como en las bestias”. Hasta entonces los sa-
cerdotes y los magos habían alentado al faraón en su obstinación,
pero ahora el castigo los había alcanzado también a ellos. Atacados
por una enfermedad repugnante y dolorosa, ya no pudieron luchar
contra el Dios de Israel, y el poder del que habían alardeado los hizo
despreciables. Toda la nación vio cuán insensato era confiar en los
magos, ya que ni siquiera podían protegerse a sí mismos.