Página 269 - Historia de los Patriarcas y Profetas (2008)

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Del Mar Rojo al Sinaí
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escena grandiosa e imponente. Entre los peñascos que se elevaban
a centenares de pies a cada lado, fluía la corriente de las huestes
de Israel con sus ganados y ovejas, como un torrente vivo que se
extendía hasta donde alcanzaba la vista.
Y entonces con solemne majestad, el monte Sinaí levantó ante
ellos su maciza frente. La columna de nube se estableció sobre su
cumbre, y el pueblo levantó sus tiendas en la llanura. Allí habían
de morar durante casi un año. De noche la columna de fuego les
aseguraba la protección divina, y al amanecer mientras dormitaban
todavía, el pan del cielo caía suavemente sobre el campamento.
El alba doraba las oscuras cumbres de las montañas y los áureos
rayos solares que herían los profundos desfiladeros parecieron a
aquellos cansados viajeros como rayos de gracia enviados desde
el trono de Dios. Por todas partes, inmensas y escabrosas alturas,
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en su solitaria grandeza parecían hablarles de la perpetuidad y la
majestad eternas. Todos quedaron embargados por un sentimiento
de solemnidad y santo respeto. Fueron constreñidos a reconocer su
propia ignorancia y debilidad en presencia de Aquel que “pesó los
montes con balanza, y con pesas los collados”.
Isaías 40:12
.
Allí Israel había de recibir la revelación más maravillosa que
Dios haya dado jamás a los hombres. Allí el Señor reunió a su pueblo
para entregarles sus sagradas exigencias, para anunciar con su propia
voz su santa ley. Cambios grandes y radicales se habían de efectuar
en ellos; pues las influencias envilecedoras de la servidumbre y
del largo contacto con la idolatría habían dejado su huella en sus
costumbres y en su carácter. Dios estaba obrando para elevarlos a
un nivel moral más alto, dándoles mayor conocimiento de sí mismo.
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