Página 277 - Historia de los Patriarcas y Profetas (2008)

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La ley dada a Israel
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Estos fueron los sagrados preceptos del Decálogo, pronunciados
entre truenos y llamas, y en medio de un despliegue maravilloso
del poder y de la majestad del gran Legislador. Dios acompañó la
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proclamación de su ley con manifestaciones de su poder y su gloria,
para que su pueblo no olvidara nunca la escena, y para que abrigara
profunda veneración hacia el Autor de la ley, Creador de los cielos y
de la tierra. También quería revelar a todos los hombres la santidad,
la importancia y la perpetuidad de su ley.
El pueblo de Israel estaba anonadado de terror. El inmenso poder
de las declaraciones de Dios parecía superior a lo que sus tembloro-
sos corazones podían soportar. Cuando se les presentó la gran norma
de la justicia divina, comprendieron como nunca antes el carácter
ofensivo del pecado y de su propia culpabilidad ante los ojos de un
Dios santo. Huyeron del monte con miedo y santo respeto. La mul-
titud clamó a Moisés: “Habla tú con nosotros, y nosotros oiremos;
pero no hable Dios con nosotros, para no muramos”. Su caudillo
respondió: “No temáis, pues Dios vino para probaros, para que su
temor esté ante vosotros y no pequéis”. El pueblo, sin embargo, per-
maneció a la distancia, presenciando la escena con terror, mientras
Moisés “se acercó a la oscuridad en la cual estaba Dios”.
La mente del pueblo, cegada y envilecida por la servidumbre
y el paganismo, no estaba preparada para apreciar plenamente los
abarcantes principios de los diez preceptos de Dios. Para que las
obligaciones del Decálogo pudieran ser mejor comprendidas y eje-
cutadas, se añadieron otros preceptos, que ilustraban y aplicaban los
principios de los Diez Mandamientos. Estas leyes se llamaron “de-
rechos”, porque fueron trazadas con infinita sabiduría y equidad, y
porque los magistrados habían de juzgar según ellas. A diferencia de
los Diez Mandamientos, estos “derechos” fueron dados en privado a
Moisés, quien debía de comunicarlos al pueblo.
La primera de estas leyes se refería a los siervos. En los tiempos
antiguos algunas veces los criminales eran vendidos como esclavos
por los jueces; en algunos casos los deudores eran vendidos por sus
acreedores; y la pobreza obligaba a algunas personas a venderse a
sí mismas o a sus hijos. Pero un hebreo no se podía vender como
esclavo por toda la vida. El término de su servicio se limitaba a seis
años; en el séptimo año había de ser puesto en libertad. El robo de
hombres, el homicidio intencional y la rebelión contra la autoridad