Página 287 - Historia de los Patriarcas y Profetas (2008)

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La idolatría en el Sinaí
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Dios, “tu pueblo, el que tú sacaste de la tierra de Egipto con gran
poder y con mano fuerte? ¿Por qué han de decir los egipcios: “Para
mal los sacó, para matarlos en los montes y para exterminarlos de
sobre la faz de la tierra?””.
Durante los pocos meses transcurridos desde que Israel había
salido de Egipto, los informes de su maravillosa liberación se habían
difundido entre todas las naciones circunvecinas. Un gran temor y
terribles presagios dominaban a los paganos. Todos estaban obser-
vando para ver qué haría el Dios de Israel por su pueblo. Si este era
destruido ahora, sus enemigos triunfarían, y Dios sería deshonrado.
Los egipcios alegarían que sus acusaciones eran verdaderas, que
Dios, en lugar de dirigir a su pueblo al desierto para que hiciera
sacrificios, lo había llevado para sacrificarlo. No tendrían en cuenta
los pecados de Israel; la destrucción del pueblo al cual Dios había
honrado tan señaladamente cubriría de oprobio su nombre. ¡Cuán
grande es la responsabilidad que descansa sobre aquellos a quienes
Dios honró en gran manera para enaltecer su nombre en la tierra!
¡Con cuánto cuidado deben evitar el pecado para no provocar los
juicios de Dios y no hacer que su nombre sea calumniado por los
impíos!
Mientras Moisés intercedía por Israel, perdió su timidez, mo-
vido por el profundo interés y amor que sentía hacia aquellos en
cuyo favor él había hecho tanto como instrumento en las manos
de Dios. El Señor escuchó sus súplicas y otorgó lo que pedía tan
desinteresadamente. Examinó a su siervo; probó su fidelidad y su
amor hacia aquel pueblo ingrato, inclinado a errar, y Moisés soportó
noblemente la prueba. Su interés por Israel no provenía de motivos
egoístas. Apreciaba la prosperidad del pueblo escogido de Dios más
que su honor personal, más que el privilegio de llegar a ser el padre
de una nación poderosa. Dios se sintió complacido por la fidelidad
de Moisés, por su sencillez de corazón y su integridad; y le dio,
como a un fiel pastor, la gran misión de conducir a Israel a la tierra
prometida.
Cuando Moisés y Josué bajaron del monte, con “las dos tablas
del testimonio”, oyeron los gritos de la multitud excitada, que evi-
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dentemente se hallaba en un estado de alocada conmoción. Josué,
como soldado, pensó primero que se trataba de un ataque de sus
enemigos. “Hay gritos de pelea en el campamento”, dijo. Pero Moi-