Página 294 - Historia de los Patriarcas y Profetas (2008)

Basic HTML Version

290
Historia de los Patriarcas y Profetas
Moisés conocía bien la perversidad y ceguera de los que habían
sido confiados a su cuidado; conocía las dificultades con las cuales
tendría que tropezar. Pero había aprendido que para persuadir al
pueblo, debía recibir ayuda de Dios. Pidió una revelación más clara
de la voluntad divina, y una garantía de su presencia: “Mira, tú me
dices: “Saca a este pueblo”, pero no me has indicado a quién enviarás
conmigo. Sin embargo, tú dices: “Yo te he conocido por tu nombre
y has hallado también gracia a mis ojos”. Pues bien, si he hallado
gracia a tus ojos, te ruego que me muestres ahora tu camino, para
que te conozca y halle gracia a tus ojos; y mira que esta gente es tu
pueblo”.
[298]
La contestación fué: “Mi presencia te acompañará y te daré
descanso”. Pero Moisés no estaba satisfecho todavía. Pesaba sobre
su alma el conocimiento de los terribles resultados que se producirían
si Dios dejara a Israel librado al endurecimiento y la impenitencia.
No podía soportar que sus intereses se separasen de los de sus
hermanos, y pidió que el favor de Dios fuera devuelto a su pueblo, y
que la prueba de su presencia continuase dirigiendo su camino: “Si
tu presencia no ha de acompañarnos, no nos saques de aquí. Pues
¿en qué se conocerá aquí que he hallado gracia a tus ojos, yo y tu
pueblo, sino en que tú andas con nosotros, y que yo y tu pueblo
hemos sido apartados de entre todos los pueblos que están sobre la
faz de la tierra?”
Esta fue la respuesta: “También haré esto que has dicho, por
cuanto has hallado gracia a mis ojos y te he conocido por tu nombre”.
El profeta aun no dejó de suplicar. Todas sus oraciones habían sido
oídas, pero tenía fervientes deseos de obtener aun mayores pruebas
del favor de Dios. Entonces hizo una petición que ningún ser humano
había hecho antes: “Te ruego que me muestres tu gloria”.
Dios no lo reprendió por su súplica ni la consideró presuntuosa,
sino que, al contrario, dijo bondadosamente: “Yo haré pasar toda mi
bondad delante de tu rostro”. Ningún hombre puede, en su naturaleza
mortal, contemplar descubierta la gloria de Dios y vivir; pero a
Moisés se le aseguró que presenciaría toda la gloria divina que
pudiera soportar. Nuevamente se le ordenó subir a la cima del monte;
entonces la mano que hizo el mundo, aquella mano “que arranca los
montes con su furor, y no conocen quién los trastornó” (
Job 9:5
),
tomó a este ser hecho de polvo, a ese hombre de fe poderosa, y lo