Página 338 - Historia de los Patriarcas y Profetas (2008)

Basic HTML Version

334
Historia de los Patriarcas y Profetas
ser tu Dios y el de tu descendencia después de ti”.
Génesis 17:1, 7
;
26:5
.
Aunque este pacto fue hecho con Adán, y más tarde se le renovó
a Abraham, no pudo ratificarse sino hasta la muerte de Cristo. Existió
[341]
en virtud de la promesa de Dios desde que se indicó por primera vez
la posibilidad de redención. Fue aceptado por fe: no obstante, cuando
Cristo lo ratificó fue llamado el pacto
nuevo
. La ley de Dios fue la
base de este pacto, que era sencillamente un arreglo para restituir
al hombre a la armonía con la voluntad divina, para colocarlo en
condición de poder obedecer la ley de Dios.
Otro pacto, llamado en la Escritura el pacto “antiguo”, se estable-
ció entre Dios e Israel en el Sinaí, y en aquel entonces fue ratificado
mediante la sangre de un sacrificio. El pacto hecho con Abraham fue
ratificado mediante la sangre de Cristo, y es llamado el “segundo”
pacto o “nuevo” pacto, porque la sangre con la cual fue sellado se
derramó después de la sangre del primer pacto. Es evidente que el
nuevo pacto estaba en vigencia en los días de Abraham, puesto que
entonces fue confirmado tanto por la promesa como por el juramento
de Dios, “dos cosas inmutables, en las cuales es imposible que Dios
mienta”.
Hebreos 6:18
.
Pero si el pacto confirmado a Abraham contenía la promesa de
la redención, ¿por qué se hizo otro pacto en el Sinaí? Durante su
esclavitud, el pueblo había perdido en alto grado el conocimiento
de Dios y de los principios del pacto de Abraham. Al libertarlos
de Egipto, Dios trató de revelarles su poder y su misericordia para
inducirlos a amarle y a confiar en él. Los llevó al Mar Rojo, donde,
perseguidos por los egipcios, parecía imposible que escaparan, para
que vieran su total desamparo y necesidad de ayuda divina; y enton-
ces los libró. Así se llenaron de amor y gratitud hacia él, y confiaron
en su poder para ayudarlos. Los ligó a sí mismo como su libertador
de la esclavitud temporal.
Pero había una verdad aun mayor que debía grabarse en sus men-
tes. Como habían vivido en un ambiente de idolatría y corrupción, no
tenían un concepto verdadero de la santidad de Dios, de la extrema
pecaminosidad de su propio corazón, de su total incapacidad para
obedecer la ley de Dios, y de la necesidad de un Salvador. Todo esto
se les debía enseñar.